Es 11 de abril de 1994. La joven arqueóloga Fanny López Jiménez camina apresurada sobre la Plaza Central de Palenque, donde tiene a su cargo tres templos y la tarea de liberar de espesura el basamento de los edificios y lograr la estabilidad de los monumentos. Un impulso inexplicable lleva su mirada hacia el Templo XIII, que está al lado del Templo de las Inscripciones. Ha visto mil veces aquella pirámide llena de escombro y cubierta por la selva, pero ahora detecta algo más: una puerta escondida entre la maleza. “¿Será mi imaginación?”, se pregunta. Cuando se acerca, no hay duda, a unos 2.80 metros del nivel de la plaza hay una puerta tapiada. Sellado en la parte superior, el tapiado ha descendido unos cuatro centímetros. Sospecha que se trata de una rendija al pasado maya. No tiene lámpara, pero sus trabajadores le prestan un espejo que le permite alumbrar el interior con el reflejo de los rayos del sol. Ante sus ojos aparece un angosto pasillo de unos seis metros de largo. Ha encontrado una subestructura en el Templo XIII, es decir, un edificio anterior al que se mira en la superficie. El pasillo desemboca en otra puerta sellada. Corre a darle aviso a sus compañeros. Y le llama por teléfono al director del Proyecto Arqueológico Palenque, Arnoldo González Cruz, para pedirle autorización de entrar. Al día siguiente atraviesa la primera puerta junto con el arqueólogo Gerardo Fernández y sienten como si dieran una zancada dentro de un túnel del tiempo. Recorren cuidadosamente aquel pasillo y de golpe, frente a ellos, hay tres habitaciones con el característico arco maya. Las dos de los extremos están vacías. La de en medio, tapiada. Ven restos de carbón en el suelo. Eso significa que, al sellar aquella cámara, tuvo lugar una ceremonia ritual. Además, hay un dintel, señal de que hubo una puerta de acceso (…). Cuando Arnoldo vuelve a Palenque de su viaje, Fanny le muestra aquello y desde entonces hacen mancuerna. Luego de semanas de trabajo deciden hacer una perforación en la puerta tapiada y logran mirar por el orificio la cripta funeraria y el gran sarcófago de la que será bautizada después como Reina Roja por el color del cinabrio que todo lo cubre. Emocionadísimos, se lo comunican al equipo, Arnoldo grita: “¡Entren y vean que también es de ustedes!”.

Finalmente, el 1 de junio de 1994, el equipo dirigido por González Cruz logra abrir el sarcófago y encontrarse con aquel personaje de la realeza maya cubierto de cinabrio y los restos de un rico ajuar funerario... Todo lo que, después de 24 años, se exhibe como La Reina Roja, el viaje al Xibalbá, en el Museo del Templo Mayor. Están la máscara de malaquita restaurada por Alfonso Cruz, el tocado y el pectoral de piedras preciosas que restauró Constantino Armendáriz, el retrato de la reina en una piedra tallada dentro de una valva de Spondylus… También está el video de Argos donde aparecen a cuadro, después de 24 horas sin dormir, Arnoldo y Fanny analizando los restos óseos. Y luego, los textos que resumen los pasos hacia la identificación de la Reina Roja como Tz’ak-b’u Ahau, la esposa de Pakal. También el bello catálogo-folleto editado por el INAH.

Pero no está el nombre de Fanny López Jiménez, ex directora del Museo Regional de Chiapas del INAH y actual catedrática y coordinadora de la Escuela de Arqueología de la Universidad de Ciencias y Artes en ese estado. Ni en la sala, ni en las cédulas, ni el catálogo se le menciona. Me pregunto si ésta es otra manera, no trágica pero sí injusta, de desaparecer a una persona: cuando no se le da crédito a su trabajo, cuando se le borra de la historia escrita, cuando las voces autorizadas narran la versión oficial de los hechos y omiten su nombre… Sea como sea, su papel en esta historia quedó grabada, con tinta indeleble, en la memoria de los arqueólogos y los testigos presenciales y hasta en el canto de los monos saraguatos y la luz de las luciérnagas de la selva maya de Palenque.

adriana.neneka@gmail.com

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