Es común que yo llame a ciertas películas “teatro filmado” con un fin peyorativo. Al fin crítico —y amargado, pero no por crítico—, se me salen los insultos, pero hay ocasiones en que un cineasta deliberadamente quiere hacer, con su cine, teatro. El maestro alemán Rainer Werner Fassbinder lo hizo, aprovechando su experiencia en el drama años antes de comenzar a hacer cine. Se me ocurre como ejemplo una de sus obras maestras: Las amargas lágrimas de Petra von Kant (Die bitteren Tränen der Petra von Kant, 1972), donde toda la acción sucede dentro de un mismo espacio porque el guión, de hecho, era de una obra de teatro del propio Fassbinder. Buena parte del cine entre los 40 y 50 consistía en películas donde, sobre todo, la gente hablaba y en sus diálogos se expresaban las ideas de los cineastas, sin que por ello se ausentaran elementos puramente cinematográficos como alguna toma expresiva o un corte que sugiriera una idea. Es en este sentido que Lucky (2017), la primera película del actor John Carroll Lynch, es teatro filmado.

Muchos recordamos a Lynch por sus papeles secundarios en películas de Martin Scorsese, Clint Eastwood, Pablo Larraín y David Fincher. Es un actor versátil, capaz de manipular sus dimensiones —mide 1.91 y no es precisamente delgado— para resultar intimidante o incluso enternecedor. Como director es un poco menos diestro pero estoy convencido de que solamente es por falta de experiencia. Aunque su debut me parece bastante bueno en términos formales, y profundo en su exploración de la mortalidad, creo que su atractivo más grande es su protagonista. Con sus ojos grandes, que absorben el mundo con un asombro infinito; con su cuerpo flaco y su postura un poco encorvada, que sugieren una derrota cotidiana, Harry Dean Stanton es —no fue, porque su imagen vive— el hombre más triste del cine estadounidense. Su patetismo, sin embargo, no es el de un hombre patético sino conmovedor. Como Travis, en París, Texas (Paris, Texas, 1984), o incluso como un sabio guardia de seguridad en Los vengadores (The Avengers, 2012), la imagen de Stanton ha sido la de la melancolía misma encontrándole sentido al mundo o sugiriéndoselo a un héroe desmotivado. Lucky es su despedida, y es quizás una de las mayores que ha dado un actor estadounidense.

La escena en que muere el personaje de Edward G. Robinson en Cuando el futuro nos alcance (Soylent Green, 1973) es considerada un icono insuperable porque fue la última filmada por Robinson, que en la realidad ya esperaba su muerte. Es una bella escena, operática más que melodramática, pero innegablemente sentimental. Lucky, en contraste, se niega a ocultar las probabilidades de la muerte: la consciencia, sugiere, vuelve a la nada de la que venimos. Después de desmayarse en su cocina, Lucky (Stanton) visita a su médico y se da cuenta, quizá por primera vez, de que es un hombre de 90 años. Peor aún: es mortal y su tiempo se acaba. Su cotidianidad se transforma y, en vez de acabarse, comienza a centrar las interacciones diarias de Lucky en el tema de la muerte. Lo insignificante adquiere de repente dimensiones inéditas. Su amigo Joe (Barry Shabaka Henley) lo saluda siempre diciendo: “Eres nada”. En el bar de Elaine (Beth Grant) las historias comienzan a centrarse en la transformación de su novio, Paulie (James Darren), que antes de conocerla era “ungatz” —“nada” en jerga italoamericana— y en el galápago de Howard (David Lynch), que se escapó de casa y le conmueve a su dueño porque carga su ataúd desde que nació. Es un símbolo de todos los demás.

No tanto una historia sino una colección de escenas que van moldeando los temores de Lucky, en la película los temas se discuten como en una novela de ideas o como en el teatro. Lynch no recurre a imágenes grandilocuentes sino, al fin actor, a los rostros de sus personajes mientras discuten. Sin embargo hay un par de escenas que aluden al otro Lynch en pantalla: David, el director de Picos gemelos (Twin Peaks, 1990-2017). Una nos muestra el resplandor rojo de la cafetera sobre el rostro de Lucky, que se desmaya como ante el anuncio de la muerte. En otra Lucky se acerca a una puerta que dice “EXIT”, atraído por un resplandor rojo. Son imágenes que se acercan a lo onírico para expresar el secreto que guarda el protagonista: tiene miedo.

Con diálogos ingeniosos y un nihilismo benigno, Lucky puede no ser un filme revolucionario pero es preciso en lo que piensa y en su forma de mostrarlo. Más que eso: explota generosamente a su protagonista, que entre bruscas sesiones de yoga y canciones mexicanas, parece una versión del propio Stanton que se rehúsa a aceptar que su reflejo al otro lado de la pantalla morirá pronto. Un último desafío en el bar de Elaine parece pequeño pero suma el carácter de ambos hombres, Lucky y Stanton, y mantendrá a ambos vivos hasta que muramos los demás. Uno quisiera pensar que nos recordarán las estrellas pero vivir basta para no depender del recuerdo.

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