Los problemas irresolubles son indispensables para vivir una vejez digna y envidiable. Quiero decir: una vez que se acumula tal cantidad de decepciones acerca de la mancha humana, de sus proyectos y de sus especímenes políticos, uno desea marcharse de este mundo lo antes posible. En cambio, aquel que concibe la decepción como un hecho inevitable es un ser feliz, ya que desde joven se comporta como un anciano y su madurez resulta, más bien, una confirmación de sus sentimientos. Me parece evidente que el hecho de haber nacido representa el mayor problema de todos los que existen, pero no quiero referirme a éste. Apunto hacia otra clase de oscura y escurridiza parvada. Más allá de saltar toda clase de obstáculos y problemas para ganarse el pan, es conveniente detenerse a pensar acerca de la clase de seres que nos rodean. Allí es donde se esconde el veneno. Yo me tropiezo conmigo mismo y me conformo (incluso podría decir que el yo o sujeto no representa un problema, sino un destino); sin embargo, los seres con quienes uno “convive” en la plaza pública o virtual son (somos) en general impresentables. ¿Quiénes son esos “terribles” seres humanos que despiertan tanto temor y recelo? Les sugiero algunas pistas para reconocerlos.

Se les descubre porque no saben distinguir entre las noticias que les caen encima a raudales, pues carecen de un elemental sistema de orden reflexivo que les permita dar lugar a jerarquías convenientes para hacer y extender un juicio de las cosas y de las acciones (la publicidad criminal y la mala educación son, en gran medida, responsables). Además, hacen suyos asuntos que no incumben a su bienestar físico; por ejemplo, se hallan atentos a la historia de la farándula o de las noticias virales, pero los asesinatos que suceden diariamente en otros estados de un territorio compartido, por ejemplo, apenas si les causa alguna molestia. Admiran y envidian las casas y riqueza de los millonarios, pero el medio ambiente, mientras no sea mediato, les es ajeno. No cultivan la conciencia individual (único requisito para que lo social sea un acontecimiento sano), ya que se han sumado acríticamente a entidades o grupos en los que depositan su esperanza de futuro, sean tales grupos tecnológicos, políticos, económicos, médicos, etcétera. Creen que un guía o una entidad abstracta proveerá su horizonte de justicia y felicidad. ¿Acaso no es una situación donde la decepción se impone? En pocas palabras, tales personas, en su gran mayoría, representan el mal que ellas mismas desean remediar, en caso de que logren ubicar dicho mal y no valoren del mismo modo las noticias rosas e inanes que la contaminación del ambiente, la pobreza o el crimen y la inseguridad cotidianos. Cada vez que pienso en ello me complace la idea del destierro y vuelvo a mis libros, a la literatura que ofrece un lenguaje vasto e infinito y cuya esencia es refractaria a ser dominada; vuelvo a los recuerdos inclusive, es decir a ciertos mitos que, también, se desvanecen conforme se suceden los años.

El filósofo Frank Kermode ("Historia y valor"; Península; 1990), escribió que la literatura en Inglaterra durante los años treinta estuvo insuflada de desesperación, dolor, incertidumbre y miedo. El canto del fascismo; la decepción provocada por los movimientos de izquierda; el apogeo de la pobreza y un futuro nublado los llevaba a denunciar —como lo hiciera W. H. Auden— la miseria propiciada por los banqueros y los grandes poderes: “Cada vez más manos para la inmensa hambruna”. ¿Qué se dirá de la literatura escrita en los años veinte de este siglo en Hispanoamérica? No tengo la menor idea, no soy lo suficientemente culto al respecto; pero no avizoro en el arte cercano —excepciones hechas— representaciones de dolor, alerta o rebeldía que se hallen a la altura de una época marcada por la eclosión del individuo pensante como oposición a la tontería masiva, a la masa absorta en pasiones inútiles y en progresos técnicos que los degradan todavía más. El arte consciente o dirigido no es lo mismo que un arte despierto, indomable, introspectivo y atento a la circunstancia que lo rodea. “No se hagan bolas”.

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