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Son ‪las 13:00 horas y Martha entra despacio al comedor, lleva puesto un pants blanco, anteojos, bolsa de mandado y su inseparable bastón. Hace unos minutos que salió de la terapia para sus articulaciones y ya tiene hambre.

Con un poco de esfuerzo, mueve la silla de metal y recarga su bastón negro sobre la pared del lugar, el cual está a punto de cerrar sus puertas. A pesar de que la vista ya le comienza a fallar, un letrero arriba de ella se lo recuerda cada vez que llega a esta comedor comunitario desde hace unas semanas.

“¡Vecino! ¡A los comedores comunitarios los han desaparecido. Aún así seguiremos trabajando para ti y tu familia! Desde el mes de diciembre de 2018 trabajamos con recursos propios y será hasta marzo de 2019 que cerraremos por esta decisión tan equivocada del gobierno federal” es la leyenda que ella y decenas de personas leen cada vez que entran a este local a comer.

Sobre ‪avenida Vicente Villada, en Nezahualcóyotl, Estado de México, se ubica este establecimiento, que, como los 5 mil comedores comunitarios de todo el país que ofrecían desayunos y comidas por 10 pesos a personas de escasos recursos, está a punto de cerrar.

El ambiente al interior es lúgubre, en los 45 metros cuadrados casi no hay luz ni el ruido de ollas, cucharas, aceite caliente o personas platicando, particularidades que caracterizan a un comedor. Solamente se percibe el ruido del pequeño televisor colocado en una esquina del inmueble.

De lado de la cocina permanece Eugenia, callada, quieta, con la mirada vacía, esperando el momento en el que se terminen los pocos suministros que le quedan para cerrar. Piensa en qué hará después del último día que abra el comedor; ella es pensionada.

Afirma haber atendido el comedor por varios años sin esperar ningún tipo de recompensa económica, y asegura que estaba ahí todos los días, ‪desde las 7:00 horas hasta las cuatro de la tarde, recibiendo y alimentando a las personas que entraban al comedor.

Por las mañanas, ofrecía desayunos: tres hotcakes medianos con mermelada, un vaso de atole o champurrado y en ocasiones enfrijoladas o la comida que le sobraba de un día antes. Por la tarde, servía sopa, arroz, frijoles, guisado, agua de sabor y postre, siempre por la cantidad de 10 pesos a quienes podían pagar el menú y gratis para indigentes y personas que afirmaban no tener dinero.

“Siéntese, todos van a comer, a nadie se le niega la comida”, comenta. En enero, Eugenia sospechó que las cosas iban mal debido a que ya no recibió los suministros de cada mes; en su lugar recibió la noticia por parte de encargados del programa de que ya no habría tales recursos a causa del cambio de gobierno. Desde ese día, la mujer sólo espera que sus insumos terminen para despedirse del lugar.

A cinco minutos de distancia, otro establecimiento comunitario exhibe una manta idéntica a la de Eugenia. Es más grande, ahí la gente se resiste a dejar de ir a comer, no sólo por lo económico de los menús, sino por el ambiente familiar que crearon cada día.

El grupo de comensales ahí reunidos no desea hablar. Prefieren degustar los que podrían ser sus últimos alimentos en los comedores comunitarios.

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