El doctor José Víctor Jiménez lleva despierto siete horas, las últimas cuatro las ha pasado en una sala de Terapia Intensiva con pacientes con. Sostiene la cabeza de una mujer de 34 años y un peso de 116 kilos, está conectada a un ventilador, mientras otras seis personas —enfermeros, camilleros y médicos— intentan ponerla boca abajo para que el líquido en los pulmones baje y pueda respirar mejor.

En la sala hay otros 19 enfermos, cada uno en su cama. Tienen los ojos cerrados y están conectados a un ventilador por la boca; 15 de ellos están boca abajo, cubiertos sólo por una sábana en el vientre y la espalda baja. Algunos dializados tienen la bolsa de orina que cuelga a un lado y las piernas amoratadas por llevar hasta 10 días boca abajo. Están rodeados por monitores y purificadores de aire que no dejan de sonar para avisar que siguen con vida.

Los cuatro médicos visten gorros quirúrgicos, goggles, mica, bata sellada por la espalda con micropore, cubierta de zapatos, máscara N95, guantes dobles que cambian cada vez que analizan a dos pacientes, y sus nombres escritos en una cinta en el pecho. Se mueven en grupos. Uno lleva una calculadora y otro una tablet para comunicarse por videollamada con los médicos de afuera para tomar decisiones. Ninguno de ellos lleva su celular para evitar que se contamine. Cualquier cosa que entre a esta sala no podrá salir. Cargan en hojas sueltas los datos de cada paciente y su evolución en las últimas horas, que luego tirarán.

Así es un día en el campo de batalla contra el Covid-19
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Sobrevivir en zona de riesgo

En la cama 16 hay dos cirujanos que llevan a cabo una traqueostomía, un agujero en la tráquea para que el paciente pueda respirar. Es uno de los más antiguos de la sala, entró el 19 de abril. En ese tiempo se le ponchó un pulmón, superó la fiebre y ahora los médicos esperan que pueda respirar sin la ayuda del ventilador. Ya dio negativo a Covid-19, ahora tiene que superar las secuelas de estar al borde de la muerte. “Es muy fuerte”, dice José Víctor sobre el paciente, con la máscara puesta. Sus compañeros no escuchan. “Es muy fuerte”, repite. Levantan el pulgar.

En la segunda semana de mayo tres pacientes mejoraron y salieron de Terapia Intensiva , entre ellos una mujer de 29 años, quien al despertar preguntó por sus cuatro hijos; sin embargo, otros dos pacientes más murieron. Los reemplazaron cinco nuevos enfermos graves. Uno de ellos ya murió y los otros cuatro siguen en la sala. Desde que se declaró la fase 3 el hospital está saturado. Si un paciente muere o es pasado a piso, su cama es ocupada en cuestión de horas. Familias han entrado al hospital contagiadas y por los distintos grados de enfermedad quedan separados, pero también está el caso de una pareja que estuvo en Terapia Intensiva, a sólo unas camas de distancia, sin que ellos lo supieran. Uno murió y otro sobrevivió. Cuando despertó, preguntó por su esposo, los médicos se negaron a decirle hasta que estuviera más fuerte.

Fernanda García, médica de 27 años, residente de tercer año, explica que la evolución y los síntomas de los pacientes pueden ser impredecibles: “Un día pueden estar bien y de repente les da una fiebre terrible y se mueren. La primera vez que nos pasó eso, fue un shock grande para todos. Ese paciente tenía 30 años, sólo tres más que yo”.

En el tiempo que llevamos en la sala, dos pacientes despertaron y uno más subió a piso. Mientras, personal de limpieza lava camas, quita las sábanas, trapea el piso, y limpia cada parte de esa zona de Terapia Intensiva, una enfermera se acerca a una de las computadoras de la recepción y da play a la canción Vasos vacíos, de Los Fabulosos Cadillacs. Suenan las trompetas, se escucha público en la grabación. Nadie hace o dice nada. Todos están enfocados en lo suyo.

Así es un día en el campo de batalla contra el Covid-19
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¿Se va a morir?

Todas las mañanas antes de entrar a la sala de Terapia Intensiva, de la que está a cargo, el médico José Víctor se reúne con su equipo. Él tiene 30 años, es internista médico adscrito y quiere hacer su especialidad en Medicina Intensiva. El resto de su equipo, siete médicos, van de los 26 a los 32 años, y son internistas e intensivistas. Así como ellos hay otros 100 residentes que trabajan en el hospital. El cuarto donde se reúnen tiene dos mesas empotradas a las paredes. Hay pizarrones gigantes donde se describe el estado de cada uno de los 10 pacientes del mismo número de camas que tienen bajo su control.

“44 años. Diabético, hipertenso, obeso. Fibre de 38.4. Intubado desde el 5 de mayo”, comienzan a dar el informe.

—¿Se va a morir? —preguntan.

—Se va a morir —contestan.

Pasa uno de los médicos adscritos a Emergencias para saber si habrá camas disponibles hoy. En el instituto antes de pandemia había 18 camas de Terapia Intensiva y ocho más de Intermedia. Ahora, todas esas camas son de Intensiva e improvisaron otro espacio de 20 camas más de Intensiva, donde este grupo de médicos es el responsable de 10 de ellas.

En unas semanas esperan abrir otro espacio con 20 camas más.

“Habrá que esperar”, le responden los más cercanos a la puerta, hay dos pacientes graves.

José Víctor hace un cálculo sobre el paciente de 44 años con todas las variables que hay en los pizarrones: oxigenación, corazón, afectaciones a órganos. Les dice: “Tiene 96% de probabilidades de morir, no le vamos a negar sus 48 horas [para mejorar]”. Todos los cálculos los apunta en una hoja que llevará a la zona de Terapia Intensiva.

Así es un día en el campo de batalla contra el Covid-19
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Entre los espacios que tienen los residentes en sus turnos de 8 de la mañana a 8 de la mañana, se dedican a leer textos médicos sobre el coronavirus. En toda la junta, que dura poco más de dos horas, no dejan de citar fuentes de información sobre lo nuevo, lo último que han leído.

Hospital, casa, hospital, casa. Van dos meses que están aislados. “No estás viendo a tus papás, pero estás dándole el gusto que de alguien vea a su mamá”, dice José Víctor para motivarse a seguir.

Antes de la pandemia los residentes se dedicaban a tratar a pacientes con los que podían hablar y al día siguiente les dijeron “Te toca estar aquí, te toca vestirse de esta manera y vas como puedas. Es un virus que no conocemos, ahorita no tenemos la certeza de nada”, dice Fernanda García.

¡Apriétame fuerte!

El doctor José Víctor se ha cambiado los guantes ya ocho veces. Antes, los lava y los vuelve a lavar. Momentos antes de entrar limpió sus goggles para que no se empañen. Y otra vez lava y vuelve a lavar los guantes que lleva dentro de otros guantes. Hace esto de manera rutinaria, no quiere contagiarse. Lava y vuelve a lavar. Desinfecta y vuelve a desinfectar. De momento, en los dos meses que van de pandemia, alrededor de ocho médicos se han contagiado.

Toma su noveno par de guantes, los ajusta y los lava con líquido. Sujeta ahora la cabeza del paciente de 44 años. Pide al camillero que lo ayude a ponerlo boca arriba para que puedan colocarle un catéter para diálisis. Llegan enfermeras a ayudar.

Mientras lo jalan para ponerlo de lado, dos enfermeras retiran las sábanas de abajo, mientras los otros dos lo sostienen. Ahora del otro lado, para que le pongan las nuevas sábanas de vuelta. “Lo jalo pero no tan fuerte para que cuando despierte tampoco tenga tortícolis”, dice el camillero.

A unas camas de distancia, José Víctor y su equipo deciden hacer la última revisión antes de salir. Llevan ya poco más de cuatro horas en la “otra dimensión”. Los goggles aprietan, los pies duelen y la tensión la sienten en los hombros.

“Señor, señor, ¿cómo está?, ¿cómo se encuentra?, ¡Apriétame la mano fuerte!”. El paciente abre los ojos. “¡Más fuerte!”. Los ojos del paciente se abren un poco más. “Le hicimos una traqueotomía para que pueda respirar, usted va con mejoría”.

Al cierre de edición los pacientes vistos para este texto siguen luchando por su vida.

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