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Oświęcim, Polonia.
- A pesar de los esfuerzos de la Alemania nazi por ocultar uno de los episodios más cruentos de la historia, el fantasma del Holocausto permanece como una ofrenda a la memoria en lo que queda del campo de concentración y exterminio más grande de Europa: Auschwitz Birkenau.
La entrada del edificio principal de los guardias nazis, que era conocida como la puerta de la muerte, recibe a turistas de todas religiones y nacionalidades que visitan el lugar, hoy convertido en museo, para no olvidar.
Recorren las mismas veredas de piedra y tierra por las que caminaron exhaustos y hambrientos miles de judíos, gitanos y presos políticos, enfundados apenas en una pijama para enfrentar el crudo invierno polaco durante los trabajos forzados.

“Empresas como Bayer y Pelikan formaban parte de un complejo de firmas para las que trabajaban los prisioneros de Auschwitz. Los campos de concentración eran además un negocio”, cuenta Goran X, un guía local.
Algunas mujeres lloran mientras contemplan una hilera de chimeneas que se pierde en el horizonte y que es lo único que se mantiene en pie de la mayoría de barracas en las que habitaron más de un millón de prisioneros.
Es difícil dimensionar que de esa cifra, el Ejército Rojo de Rusia sólo halló con vida a 7 mil personas cuando liberó el campo en 1945.

Las vías del tren en el que llegaban los deportados, y de cuyo trayecto se cuentan toda clase de historias de terror, todavía atraviesan el terreno de Birkenau.
Un viejo vagón marca el punto en el que los médicos alemanes esperaban a los presos para separar a los sanos y fuertes de los enfermos, embarazadas, niños pequeños y ancianos. El destino de estos últimos irremediablemente era la muerte.
Al fondo de la ruta del ferrocarril esperan las ruinas de las cámaras de gas y crematorios, cuyas barracas al principio eran disfrazadas como duchas colectivas, y donde tuvo lugar el asesinato masivo más grande de la humanidad.
“La misma Bayer descubrió el gas que se utilizaba, llamado Ciclón B, el cual provenía de un fertilizante. Era una piedrita azul que se introducía a las chimeneas y que con el calor humano expulsaba un gas mortal”, narra Goran.

En el crematorio se podían quemar mil 440 cadáveres cada 24 horas, de acuerdo con cálculos de las autoridades alemanas.
Las cámaras de gas y los hornos fueron destruidos por los nazis para eliminar evidencias del genocidio.
La alambrada de púas original aún custodia el sitio, junto con un par de largas trincheras, así como esporádicos puestos de vigilancia desde donde parece que escapar a los ojos y disparos de los soldados era imposible.

Cada uno de los barracones de ladrillo, los cuales fueron reconstruidos, estaba atestado de prisioneros y el ambiente era propicio para enfermedades.
De ellos procedían lamentos de gente moribunda, hedor de sudor, orina y excremento; estaba infestado de plagas como piojos y ratas y en cada litera debían dormir hasta siete personas sólo sobre paja.
Al final del campo, dividido por las vías del tren en el sector de hombres y mujeres, se erige un monumento en honor a las víctimas.

En el sitio donde se encontraron huesos y cenizas de los asesinados, se colocaron placas negras con la leyenda: “Que este lugar, donde los nazis exterminaron un millón y medio de hombres, de mujeres y de criaturas, la mayor parte judíos de varios países de Europa, sea para siempre para la humanidad un grito de desesperación y una advertencia”.
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