El lunes pasado, apenas unas horas después del brillante triunfo del equipo francés en Moscú, los diarios en Paris dedicaban un momento a la reflexión. En una editorial de primera plana firmada por Yves Thréard, Le Figaro declaraba la victoria en Moscú como “el triunfo de la exigencia”. Thréard elogiaba la selección de los jóvenes talentos franceses, elegidos desde “muy temprana edad y criados en la cultura del triunfo”. El éxito de la selección, explicaba, se debe a “una educación de excelencia a la francesa con Mbappé, Griezmann, Lloris, Varane, Pavard y los otros como pruebas vivientes”. Le Monde, mientras tanto, celebraba la “muestra de confianza en la juventud francesa” que significan los “orígenes diversos” de su equipo, repudio irrefutable de “las teorías rancias sobre el origen de los apellidos o el color de la piel”. Más adelante aplaudía la idea del futbol como “ascensor social”. “La formación de jóvenes talentos del futbol francés, gracias al tejido de clubes y educadores que las carretadas de dinero que pesan sobre este deporte nunca han roto. La explosión precoz de Kylian Mbappé es el ejemplo más brillante”.

En efecto, el triunfo de la Selección de Francia no es solo la victoria de un gran equipo de futbol —extraordinario en el manejo de los ritmos de un partido, de notable disciplina a la defensiva y demencial talento al ataque…y todo con un promedio de edad de 26 años— sino también de un modelo de desarrollo que va mucho más allá de lo deportivo. Los franceses entendieron hace años que la construcción de un equipo ganador empieza y termina con la dedicación absoluta a una escuela que parte del reclutamiento del talento joven, la formación integral de sus potenciales estrellas (esa “educación a la francesa” de la que, sin mucho pudor, se ufana Le Figaro), un énfasis en el fogueo de la más alta exigencia y el respeto a un estilo de juego. El resultado es la Copa del Mundo que levantó Lloris bajo la lluvia hace una semana.

Francia no está sola en este acercamiento de profunda seriedad a la excelencia deportiva. Los belgas han hecho lo propio desde hace tiempo también. Los alemanes decidieron cambiar todo su sistema de juego, desde la manera como se enseña a los niños en los pueblos hasta la selección nacional. Los equipos alemanes y la federación tienen procesos obsesivos de “scouting”, acompañando a los jugadores desde la infancia hasta el debut en clubes y las distintas etapas del equipo nacional. Alemania tiene, además, una academia nacional de primerísima línea, a la altura de la de Clairefontaine en Francia. El resultado han sido generaciones virtuosas que, a pesar del descalabro en Rusia, seguirán conquistando campeonatos. Lo mismo pasa con los ingleses, por cierto, cuya academia de St. George’s Park está produciendo futbolistas como los que vimos en Rusia. Todos trabajan con sistemas rigurosos, en competencia perpetua y de altísimo nivel. No hay concesiones ni pausas. Todos tratan de respetar sus fortalezas tradicionales pero insisten en reinventarse también, conscientes de que, en el deporte como en los demás, nadie cosecha un carajo desde la parálisis y la comodidad.

¿Conclusión? Nos esperan décadas de dominio europeo. El patético mundial brasileño no es casualidad. Tampoco el de Argentina. De los dos gigantes del futbol latinoamericano solo quedan los lloriqueos ridículos de Neymar y la depresión de Messi, inexplicable en su morriña con la albiceleste. Brasil podrá destacar en las competencias internacionales que vendrán, pero será más por los destellos afortunados de sus talentos que por un sistema o una escuela: Brasil ya no sabe a qué juega Brasil. Lo de Argentina es peor: el país canchero por excelencia ha dejado de producir futbolistas capaces de crear. Insisto: nada de esto es coincidencia. Donde en Europa hay sistema, escuela y claridad de proyecto, en América Latina solo hay desorden, corrupción, peleas intestinas, caprichos y lamentos. Mucho grito y pocos trofeos.

Para México, el panorama es desolador. Aunque el futbol mexicano ya no sea la monserga y la cloaca cachirulesca que era hace un par de décadas, la estructura de nuestros clubes y selecciones se antoja antediluviana comparada con las escuelas europeas. El surgimiento eventual de algún futbolista de excepción no atenúa nuestras carencias. En México no sabemos descubrir ni encauzar a los jóvenes deportistas. No sabemos lo que es un proyecto a largo plazo. Mientras en Francia seguramente ya hay un Mbappé de trece y otro de quince años listos para pisarle los talones al Mbappé campeón mundial, en México debatimos sobre cuántos minutos debería jugar en primera Diego Lainez, el garbanzo de a libra de hoy. Por si fuera poco, nuestros clubes han claudicado en la búsqueda de mayor competencia y no jugarán más la Libertadores. La selección tendrá que conformarse con amistosos en Estados Unidos o la absurda Copa de Oro antes que la Copa América. Desprovistos de escuela ni sentido de alta competencia, sin un estilo de juego para defender de generación en generación; sin estructuras formales que los arropen, los guíen y los eduquen para el triunfo en la cancha y fuera de ella, los jóvenes futbolistas mexicanos naufragarán una y otra vez cuando se enfrenten con países que han optado, hace muchos años, por el modelo contrario. El único consuelo será que, en estos años de desventura, estaremos bien acompañados. Serán los años del imperio europeo, producto natural de la diferencia entre quien apuesta por la modernidad, la competencia y el proyecto y los que miran hacia atrás, confiando en viejas fórmulas, regodeándose en vicios antiguos. El futbol no perdona. Otras cosas, por cierto, tampoco.

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