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Bajo un sol que llega a disparar el termómetro hasta los 40 grados centígrados, en la esquina del bulevar un joven menudo, con sombrero Panamá y anteojos, toca “La Pantera Rosa” con el saxofón. Turún turún, turún, turún turún turún turunturún: 10, 15 y 20 segundos. Hace una reverencia y pasa entre los automóviles. Un hombre saca el brazo y le da una moneda. Otro le pita y ahí va a recoger la propina. Se sube al camellón. Luz verde. Los vehículos arrancan.

En el camellón, Pablo Mariano Núñez, de 20 años, dice que toca el instrumento en los cruceros para, principalmente, sacar adelante sus estudios que consisten en un diplomado de piano en un instituto de artes de la ciudad. Le va bien.

Cree que gana más que algunas personas que tienen sueldo fijo. Se embolsa en promedio de 280 a 300 pesos por tocar tres o cuatro horas diarias en los cruceros.

Busca estar alrededor de la una y dos de la tarde, que es cuando, dice, circulan más automóviles. “Con un par de horas me aliviano”, añade.

Hace un año un amigo le envió el instrumento desde Estados Unidos, aprendió a tocarlo y pensó: “¿qué puedo hacer para sacarle provecho?”. Decidió subirse a tocar en los camiones; sin embargo, la ganancia no era mucha.

Después optó por pararse todos los días frente a un montón de extraños arriba de sus autos. Parado en el infernal pavimento de Torreón, Pablo gusta de tocar bossa nova, jazz, boleros y románticas.

Cada dos minutos un extracto de una melodía, cada dos minutos nuevos extraños y un nuevo público.

“El saxofón se escucha mucho y llega bien el sonido a los carros”, comenta el joven. Pablo también toca la viola, la guitarra, la melódica, el fagot y su favorito: el piano.

Declara que su gusto por la música viene de su familia. Su padre se dedica a manejar taxis y su madre tiene unas semanas que se fue a trabajar en un restaurante a Atlanta, Estados Unidos. Para el joven, la música es una forma de llegar a los corazones de las personas, de transportarlos a un momento bonito y a algún recuerdo. “Siento que los vuelvo a llevar a ese momento y les llega un sentimiento”, comparte.

Del piano, que es lo que más disfruta, le gustan los pedales porque siente que su sonido se queda en el aire flotando, como una pluma que cae lentamente. De trato afable y educado, indica que de adolescente aprendió a tocar los instrumentos. “Todo llega a su tiempo”, comenta cuando le pregunto si no habría empezado tarde. Luz roja en el semáforo: se para frente a los coches.

Dinero bien invertido. Por la tarde, acude a su diplomado de piano que le cuesta 600 pesos mensuales. Ahorra para comprarse libros de poesía o filosofía.

También ha viajado a Real de Catorce y Sayulita. Para el muchacho lo que saca en los cruceros ha sido dinero bien invertido.

—¿Qué cruceros te gustan?

—El de aquí de Independencia, Cuatro Caminos, el que está en Vinoteca. Me gustan más de este lado, saco más dinero que en los cruceros del Bosque o del Centro.

Le piden mucho “La Pantera Rosa”. A él le gusta tocar “La Chica de Ipanema”. Otras personas le dan alguna moneda y le piden que a la próxima toque tal o cual canción. Si no se la sabe, Pablo la busca y la aprende en casa.

“Me dicen que toco muy bien, que le eche ganas y que siga adelante. Me dan ánimos. Otros que te miran mal porque eres diferente o quién sabe por qué”, platica.

En una ocasión un señor le regaló un billete de 100 pesos. “Felicidades, tocas muy bonito”, le dijo, y el joven sintió emoción. Lo más que ha ganado en un día fueron 500 pesos.

El semáforo se pone en rojo y se coloca al frente y empieza a tocar. A las dos de la tarde en esta ciudad, el sol quema como si hubiera brasas encima del cuerpo.

La cola de autos es larga, pero sólo las primeras filas tendrán la mejor interpretación. Luz verde y Pablo señala que se divierte y disfruta tocar en los semáforos. Además, gana dinero. “¿Qué más puedo pedir”?, añade. Le gustaría vivir de la música. Su sueño es ser pianista de un cuarteto de jazz. Actualmente está armando un grupo para ir a tocar en restaurantes o a bares. Otra vez, aparece la luz roja.

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