Tijuana.— Alicia toma su celular y busca una de las fotografías que la llevan a un tiempo en el que fue feliz; un par de lágrimas se le escapan al verse en su uniforme azul marino que usaba cuando era custodia de un penal en .

Hace casi un año que dejó de portarlo para salvar su vida y la de su familia: Alicia es una exoficial desplazada por el crimen organizado. Llegó a para pedir asilo en Estados Unidos.

“Yo era muy buena en lo que hacía, tenía vocación”, cuenta Alicia desde una habitación, en el tercer piso de un templo cristiano convertido en albergue para migrantes, en Tijuana.

“Ser policía es casi una sentencia de muerte. Mientras la maña se esconde, uno está obligado a identificarse; nosotros portamos con orgullo el uniforme que nos expone, no es justo”, lamenta.

Durante los últimos tres meses, al menos 10 policías, entre ellos un elemento de la Guardia Nacional, han escapado de la violencia de estados como Guanajuato, Guerrero, Michoacán, e incluso dos municipios de Baja California, para evitar la muerte o, peor, ser reclutados por los grupos del crimen organizado.

Alicia cuenta que tuvo que dejar su trabajo porque los internos del penal la presionaban para que los dejara recibir drogas, como hacían otros custodios. “De qué sirve que haya hecho todo bien, si con uno [de los custodios] que lo haga mal, ellos [los internos] se sienten con el derecho de ordenarme qué hacer”, dice. Eso no fue lo peor, el grupo criminal que opera en su comunidad la secuestró: no la privó de su libertad para asesinarla, sino para obligarla a trabajar para ellos.

En enero de 2020, había dejado el sistema penitenciario y para junio hombres armados llegaron al lugar que fue su hogar y, frente a su sobrino, se llevaron a César, su hermano, y a ella.

“Primero tocaron el timbre”, recuerda. Luego, al abrirles la puerta, no alcanzaron a decir una sola palabra cuando ya estaban todos dentro de la casa y les ordenaron subir a una camioneta mientras enseñaban una de sus armas. Subieron. Una capucha y la orden de no subir la mirada, del lugar lo único que recuerda era el frío. Aunque no vio nada, está segura de que era algún lugar en lo alto de algún cerro.

“Los vamos a mandar a entrenar”, les advertían mientras lanzaban el primer golpe, unos en la cabeza y otros donde el puño aterrizara, cuenta Alicia.

“Yo no les entendía mucho, pero me decían que nos íbamos a ir y ellos iban a ir por nosotros, dije que sí, si alguien te apunta con un arma, ¿qué les dices?”, agrega.

A veces las camionetas simplemente se estacionaban afuera de su casa, donde vivía su mamá, sus hijos y su sobrino.

El plan nunca fue huir en autobús, pues el control es tal, dice, que hubieran parado el camión y hubieran quemado a todos los que iban dentro.

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El refugio de los expolicías

El director del albergue —que por seguridad no será identificado— explica que sólo a su refugio han llegado alrededor de 10 elementos de las fuerzas de seguridad, casi todos son policías, pero también hay de la Guardia Nacional.

Escapan, detalla, porque nadie más los protege, aun cuando terminan en las filas del crimen organizado, tampoco es garantía de poder sobrevivir. “Llegan y los colocamos en un espacio especial que no está dentro del albergue”, dice el activista y pastor.

“Era antes un departamento que era mío, pero que ante la necesidad ahora está habilitado para que puedan estar ellos o si vienen con sus familias”, explica.

Pero el sobrino de Alicia y sus hijos no, ellos no patean el balón ni corren con el resto. Están sentados en un sillón guardado en el tercer piso del edificio, escuchan una vez más la historia que los trajo a una ciudad que no conocían y que los arrancó de su escuela y de la vida que hasta ese entonces conocían.

Alicia y su madre —quien también la acompaña— rompen en llanto cuando reviven las amenazas. No sólo aquellas que sufrieron ella y su hermano, sino las que le hicieron perder a su hermana, desaparecida desde hace meses, de nuevo, a manos del crimen organizado.

Alicia espera que su familia pueda tener futuro en Estados Unidos, lejos de las amenazas.

“¿Se imagina? Yo no me quería ir [de Michoacán], yo quería quedarme. Mi jefe en el penal me dio una recomendación por si algún día quería regresar, pero ¿así cómo? Si me desaparecieron a mi hermana, mi mamá casi se muere de la tristeza y a mi hermano y a mí casi nos matan”.

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