Eso era la natural en aquella casa: el gato se comía a los ratones.

Un día los ratones se reunieron en una asamblea en la buhardilla del tercer piso de la casa, y tras agudísimas disquisiciones, imaginaron una solución a la masacre.

Si el gato tuviera un cencerro colgando del cuello, el cencerro sonaría —ding, dong— a la par de sus pasos, alertaría a los ratones de su cercanía, y ellos podrían escapar a tiempo de la llegada del depredador.

—¡Genial! –gritaron al unísono los ratones.

Pero uno dijo:

—¿Y quién le pone el cencerro al gato?

Lo reflexionaron. Y decidieron que le pedirían, encarecidamente, al gato, que él se pusiera el cencerro, para inaugurar una época de civilidad y justicia en la casa.

El gato blanco escuchó la petición de la asamblea de ratones, abriendo grandes los ojos azules. Tan asombrado estaba de su inocencia, que accedió, y se puso al cuello la cinta color rosa de la que pendía el cencerro.

—¿Viste? —le decía esa tarde un ratón a otro ratón. —Es un gato en el fondo bueno.

¡Zas!

La garra del gato lo aplastó contra los mosaicos blancos, lo elevó a sus fauces, y ahí desapareció el ingenuo ratoncito.

Y es que el gato le había arrancado el badajo al cencerro, de forma que no sonara ding, dong, al menearse con el caminar del gato.

La asamblea de ratones, en la buhardilla, volvió a discutir. Discernieron otra solución. Ya no le pedirían nada al malvado gato, le exigirían que declarara por escrito cada ratón que se había comido y los que se fuera comiendo y los que se fuera a comer.

Cuando le propusieron esas cuentas claras al gato, asombrado otra vez de la inocencia de los ratones, asintió otra vez.

A la mañana siguiente, lo vieron aparecer en el garaje con una hoja blanca colgando de la boca. Era su declaración dietética, según la cual había comido cero ratones en su vida.

—Ni uno —juró el gato, muy triste.

—Hasta pena me da lo hambriento que debe estar el gatito —dijo un ratón a otro.

Estaban en un rincón de la cocina compartiendo una tira de tocino.

—Sí, pobrecito —dijo el otro ratón, mientras que una sombra se deslizaba sobre ellos.

¡Zas!

¡Zas!

De dos rápidos zarpazos, desaparecieron. Y el gato salió al jardín mascando, dos hilos de sangre goteando de su boca mascadora al piso.

Quiero advertir que esta fábula no tendrá un final feliz. Así que la gente delicada de estómago, puede parar de leer en este punto.

Bueno, sucedió que los ratones otra vez en asamblea, y ya bastante embroncados, decidieron que el gato tendría que elegir a un vigilante, una suerte de policía que espiara sus malos instintos, so pena que ellos le retiraran los últimos restos de su buena fe, y el gato, esta vez sí preocupado, con la cola entre las patas, prometió elegir como vigilante a otro gato, negro y muy astuto, y primo suyo.

Esa misma mañana, el gato asesino y el gato vigilante, usando ambos al cuello cencerros (sin badajos), caminaban de puntitas sobre una barda, buscando ratones en el distante césped, para comérselos, cuando una sombra en forma de cruz los cubrió a los dos.

Era un águila, que se dejó caer en picada con las filosas garras tensas.

¡Zas!

¡Zas!

Se llevó volando a los dos gatos, cada uno en una garra.

—Nuestro error —le dijo un ratón a otro, viendo al águila contra las nubes blancas como una + pequeña—, fue portarnos como ratones.

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