Sucedió así. Luego de la gran marcha en la capital, donde 20 mil católicos vestidos de blanco caminaron la avenida principal del país, para exigir que la única familia legítima y con derechos civiles fuese la familia natural, a decir de ellos: papá, mamá y niños, el Arzobispo había viajado a Mérida, para el domingo por la mañana bendecir a unos novios en una misa donde se reunieron las familias más ricas de la ciudad, y de ahí había viajado otra vez al pequeño poblado costero de Xixim.

Envuelto aún en el aura de triunfo de la marcha, en su búngalo de lujo se había despojado del pesado hábito negro, y en unos boxers guangos de algodón azul claro y sandalias de yute había salido al aire caliente del mediodía. Fue entonces que había arrancado, de entre las hojas de un arbusto al parecer inocente, un racimo de los frutos redondos y naranjas, que a la larga habrían de probarse diabólicos y cambiarle el destino.

A la corta, los frutos eran pequeños y aterciopelados, como duraznos miniatura. Dulces. Un poco picantes. Sin semilla. Sentado en la arena blanca y con las piernas flacas recogidas contra el pecho, el vientre grande y el pelo negro, el Arzobispo se estuvo comiéndolos y mirando el mar verde y veteado de turquesa, que el viento convertía en un río moviéndolo a la derecha. Y de pronto ocurrió. Un flamingo rosa pálido se paró a su lado y levantó una pata para quedar marcando con las patas un 4 impecablemente quieto.

El método de la conversación que siguió entre él y el ave le fue imposible explicarlo después. Sólo supo que hablaron sin separar ni el pico ni los labios, prescindiendo de los órganos intermedios de la locución, una plática de corazón a corazón, cuyo tema fue (era de esperarse dadas las preocupaciones del prelado) la familia natural.

—¿Qué familia natural? —preguntó el flamingo y abrió y cerró las alas.

—Tú sabes —dijo el Arzobispo—: papá, mamá y niños: la familia natural. ¿No tienes tú por fortuna una familia así, hermano flamingo?

-—Papá, mamá, cría: sí, así es mi familia —replicó el flamingo. —De hecho debo volver al manglar para empollar al huevo de mi familia natural, en cuanto el viento se gire a la izquierda.

—Bendito Dios que eres un católico ortodoxo —dijo sin separar los labios el Arzobispo. —Bendito también que entiendes que nada puede ser fuera de la familia natural.

El flamingo le acercó el pico y el Arzobispo saltó en pie. Pero como vio que el ave no era hostil, volvió a sentarse en la arena y el flamingo cambió de pata de apoyo y quedaron sus patas otra vez así: 4.

—Sí, debo volver al manglar a empollar para que mi hembra descanse —dijo el flamingo. —Nos turnamos el empollamiento, medio día ella, medio yo. Hoy el huevo debe abrirse para que la cría salga y podamos volar mañana por la mañana al norte.

—Con la cría —se asombró el Arzobispo de la eficacia de la naturaleza.

—No, sin la cría. Se la dejaremos a las mamás postizas.

—¿Lesbianas? —se alarmó el Arzobispo.

—Sí se quieren mucho —respondió el ave—. Y cuando volvamos en un año, las mamás adoptivas nos entregarán a nuestra cría convertida ya en un flamingo juvenil, con la que yo podré aparearme, es decir: si resulta hembra, para que todo quede en familia y sea más natural.

El Arzobispo se persignó a prisa. Madres sustitutas, lesbianas adoptando crías, pederastia e incesto, pensó, cuatro pecados y todos en una sola familia natural. De golpe el flamingo cayó sentado a su lado, parecía un 2 en la arena blanca, y dijo sin separar el pico:

—No me gusta nada cómo me estás comparando y juzgando, Arzobispo.

—¿Quién soy yo para juzgarte? —exclamó el corazón amedrentado del Arzobispo, y añadió: —Todo es perfecto en la fauna del Señor.

El flamingo le metió la punta filosa del pico en la oreja y dijo:

—¿Qué Señor? ¿Qué significa “perfecto”?

—El Señor —respondió aterrado el Arzobispo— es la inteligencia que ha diseñado a la naturaleza así como es, perfecta, es decir, inmejorable.

El flamingo sacó el pico de la oreja y estiró el larguísimo cuello, y movió la cabecita despacio a la derecha y luego a la izquierda, buscando al tal Señor.

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