Hace unos días terminé de ver la temporada inicial de American Crime Story, que narra el caso de O.J. Simpson, acusado de asesinar a su mujer y a un amigo de ésta en 1994 en la elegante zona de Brentwood en Los Ángeles. El caso capturó la atención de todo Estados Unidos por varias razones. La primera de ellas tenía que ver con la obvia culpabilidad del acusado. Absolutamente toda la evidencia indicaba que Simpson había matado a las dos personas. La otra variable era el calibre de celebridad del hombre. Simpson fue el jugador de futbol americano más famoso de su tiempo, por su talento en el emparrillado pero también por su carisma. Era un tipo tremendamente querido y admirado, sobre todo por la comunidad afroamericana. La mezcla de dos asesinatos grotescos y la evidente responsabilidad de una celebridad convirtieron al juicio en una obsesión para millones.
 En retrospectiva, el caso ofrece varias lecciones. Como sabemos, Simpson fue declarado inocente de todos los cargos y salió libre a pesar de la montaña de evidencia en su contra. Más allá del trabajo de su equipo de abogados, conocido entonces como el dream team porque estaba conformado por los abogados más temidos el país, Simpson alcanzó la libertad por su enorme fama. Su celebridad hizo que el caso se litigara más en los medios que en la corte. El resultado fue el colapso de la razón y el imperio de la emoción. Aunque había otros presidentes, el juicio de Simpson marcó la primera ocasión en que la búsqueda de la justicia y la cultura del celebridad cruzaron caminos. La justicia no salió bien librada
Recuerdo el caso y remito a la (extraordinaria) serie de televisión porque ambos ofrecen un prisma útil para la temporada de locura que se vive en la política estadounidense. Así como el juicio de Simpson enfrentó a la justicia con la celebridad, la candidatura de Donald Trump ha generado el primer choque entre el mundo de la política y la propia cultura de los “famosos”, los universalmente conocidos. En este caso, como en aquel, la adoración del célebre parece estar ganando la partida. Es imposible entender lo que ha ocurrido con Trump sin leerlo a través de la adoración ciega que despiertan los famosos en un país obsesionado con esa dinámica. Muchos colegas analistas políticos se siguen preguntando por qué los votantes republicanos le perdonan tanto a Trump. ¿Cómo es posible que le pasen por alto su misoginia, fobias, su catálogo interminable de prejuicios? La respuesta está no sólo en la falacia de pensar que los votantes actúan siempre de manera racional, sino también en la importancia de la celebridad en un mundo de millones de Narcisos. A Trump, como a Simpson, se le perdonan muchas cosas imperdonables porque es famoso. Así de simple. No es imposible que esa dinámica frívola lo lleve hasta la Casa Blanca. Subestimar el poder de la miopía que genera la celebridad es un error mayúsculo. Fue, para empezar, el tropiezo central de los fiscales que, confiados, ya veían a Simpson tras las rejas a mediados de los 90.
El problema es que la sociedad estadounidense está muy lejos de aprender la lección. En la persecución maniática del rating, por ejemplo, la televisión crea ídolos desechables. El mundo de los programas de realidad, caldo de cultivo de Trump, es la muestra ideal . Pero no es la única. El universo del periodismo no se salva. Pienso en el caso de Megyn Kelly, la periodista de Fox News que ganara merecida fama tras enfrentarse a Trump en el primer debate republicano. Después de aquella primera escaramuza, el perfil de Kelly comenzó a elevarse. Por supuesto, se ganó el merecido respeto del gremio periodístico. Pero más importante todavía, para la lectura que propongo, es la manera en que Kelly ha comenzado a ser engullida por la misma cultura que creó al monstruo que la propia periodista ha criticado tanto. Valga un ejemplo. Hace un par de semanas, Kelly finalmente entrevistó uno a uno a Trump, que le había dado largas desde hace meses. El resultado fue una entrevista moderadamente combativa y hasta ahí. Pero lo realmente interesante es que, en los últimos días, el foco de la atención de los medios no fue la nota sino la anécdota de la entrevista. Me explico: no importó si Kelly, la periodista, había obtenido una nota, importó que Kelly, la celebridad, finalmente se había enfrentado a Trump, otra celebridad. Desgraciadamente, la propia periodista ha alimentado el ciclo, quizá embelesada con su reciente fama. Un par de días antes de la transmisión de la entrevista fue al programa nocturno de variedad más importante de Estados Unidos a promoverla. Vestida con un hermoso vestido blanco, Kelly me recordó más a una actriz en plena propaganda de una película que a una periodista dispuesta a conversar sobre su oficio o sobre su encuentro con un candidato presidencial. Entrevistada por Jimmy Fallon, Kelly sonreía como quinceañera.
Nada de esto implica que un periodista no puede gozar y hasta usar de la fama. Pero la fama ciertamente no es lo mismo que el prestigio. Tiendo a pensar que el oficio periodístico no se lleva bien con los reflectores de la cultura de la celebridad. En una profesión que necesita de la claridad moral más que prácticamente ninguna otra, la adulación confunde. Habrá que esperar para ver cómo resulta, en el caso de Kelly, la intersección de la cultura de la celebridad y el periodismo, pero los precedentes no dan para el optimismo.
Los tres casos que describo, en campos tan distintos como la justicia, la política y el periodismo, no auguran nada nuevo para la democracia estadounidense. La celebridad es hija de la víscera en una época que exige todo lo contrario. Un país que exonera a O.J. Simpson, elige a Donald Trump y, sí, seduce a una periodista hasta convertirla en una celebridad enamorada de sí misma, es un país destinado al eventual fracaso.

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