No hay lugar más hermoso que México. No, querido lector, no sufro un ataque de chovinismo veraniego. Lo creo de veras. Más allá de nuestros problemas, que son muchos y complicados, la belleza mexicana es abrumadora. Y al menos para mí, el cenit de esa belleza es la península de Yucatán.

Visité Yucatán por primera vez en 1989, en un viaje histórico para mis padres y mi hermano. Recuerdo como si fuera ayer el asombro de estar parado en lo alto de la pirámide del adivino de Uxmal, el misterio del intricado Codz Pop de Kabah y el asombro de descubrir las ruinas de la enorme Mayapán, todavía ocultas. Alguien nos recomendó visitar un cenote llamado Dzitnup, un milagro de agua mineral dentro de una enorme caverna cerca de Chichén. Iluminado por un solitario rayo de luz que se cuela por un hueco, Dzitnup era el lugar más hermoso que había visto en la vida. Y lo sigue siendo, al menos en mi memoria.

Con esos recuerdos en mente, viajé de vuelta a Yucatán el mes pasado con mi esposa y mis tres hijos. Encontré la misma belleza que en mi adolescencia, unida al notable desarrollo de varias partes del estado, empezando por Mérida, que me impresionó gratamente. Para empezar, volví a Uxmal. Las curiosas iguanas nos ayudaron a mantener distraídos a mis dos hijos pequeños, mientras el mayor tomaba sus primeras fotografías con una cámara decente, no con la pantallita del iPhone. Me encontré con que ahora es imposible subir la escalinata casi vertical del adivino, pero me volví a enamorar de las leyendas del lugar y de la perfección del Cuadrángulo de las Monjas. Luego manejamos rumbo a Kabah. Caminamos entre golondrinas por los cientos de mascarones de Chaac. “Se parece a los de Minecraft”, dijo mi hijo en una referencia que lejos de preocuparme me hizo reír. No me sorprendería que la estética maya se haya colado en algún momento a las oficinas de Mojang en Suecia.

Dedicamos los siguientes días a visitar lo más posible. Fuimos a una hacienda henequenera magistralmente restaurada. El rescate de las haciendas yucatecas es una hazaña que no ha sido valorada en su justa dimensión, quizá porque los protagonistas son empresarios mexicanos y no “papá gobierno”. Visitamos un cenote profundo y amenazante, en el que mi hijo imaginó inauditos monstruos mayas. Finalmente navegamos por Celestún. Los flamencos ya se habían ido pero quedaba la opulencia de los manglares. Fue un viaje para el recuerdo.

Pero, como todo en México, la experiencia también nos dejó entristecidos. Cuando quise saber si era posible visitar Dzitnup, el cenote de mis recuerdos, un amable guía me sugirió evitarlo. “Ese lugar ya es imposible”, me dijo. El descuido de las autoridades locales han transformado un lugar casi sagrado en un balneario. El agua, de una claridad inolvidable en mis tiempos, ahora lleva una nata de bronceadores, bloqueadores y sabrá Dios qué más. La visita a las zonas arqueológicas me dejó otra reflexión. Nadie puede acusar al INAH de descuidado. Las zonas están vigiladas y protegidas hasta el extremo. Pero sí se le puede acusar de terquedad. Pocos lugares en el mundo más evocativos que el mundo maya. ¡Lo que podría lograrse con un poco de imaginación y voluntad! Pienso en hologramas, dramatizaciones en computadora, recreaciones de un edificio usando sus colores originales. Lo que hay, en cambio, es la preservación en su versión más rígida. Mala cosa cuando la intransigencia sindical y pseudoacadémica se apodera de lo que es de todos.

Para cerrar el viaje recorrimos minuciosamente el Paseo Montejo, quizá la avenida más hermosa de México. O al menos debió haberlo sido. Pocos lugares de nuestro país ilustran de manera más dolorosa cómo hemos dilapidado mucho de lo bueno que nos dejó la historia. Recorra usted la gran avenida de Mérida y encontrará una majestuosa casa porfiriana, como las legendarias “Casas Gemelas” de Cantón. Véalas bien y maravíllese. Ahora siga caminando y tópese con… un esperpéntico banco color rojo o un edificio horroroso de oficinas, ambos construidos después de que alguien en algún momento decidiera derribar las casas originales. Siga avanzando y volverá a toparse con un prodigio, un tesoro arquitectónico de la riqueza del Yucatán del henequén. Unos metros después vaya y encuentre… un changarro de frituras o los aparadores azul chillante de una tienda de decoración. Ese desastre tiene una sola explicación: el descuido rapaz de alguno de los gobiernos que han pasado por Yucatán y Mérida, como por todos los otros estados y ciudades de México.

A decir verdad, las cosas han cambiado en Mérida: las casas históricas son ya patrimonio y modificarlas está mayormente prohibido. Pero llegó demasiado tarde, al menos en comparación con lo que pudo ser. Me fui de Yucatán esperando que las lecciones del pasado no pasen desapercibidas. No quiero volver a Celestún dentro de algunos años para descubrir que los flamencos se fueron para siempre, hartos de la ola de turistas, hartos de lanchas, música y basura, hartos del México que ha sido suyo por siglos.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses