La batalla rumbo a la presidencia de Estados Unidos está definida. Hillary Clinton ha hecho historia al convertirse en la primera mujer en obtener la candidatura presidencial de uno de los dos grandes partidos estadounidenses. Donald Trump, a su manera, también ha hecho historia: será el primer candidato presidencial abiertamente nativista. Políticos con ideas similares han ocupado cargos de importancia en la historia de Estados Unidos, como el senador Henry Cabot Lodge en los años veinte o el siniestro Huey Long, pero nadie con este calibre de prejuicio y, ahora, de cercanía con el poder en su máxima expresión.

La pregunta central ahora es no sólo si Trump puede triunfar, sino cuál será su estrategia para lograrlo. A la primera pregunta habría que responder con cautela. Lo más probable es que, incluso en un escenario que le favorezca, Trump enfrente serias dificultades para ganar. Su problema central tiene que ver con la demografía. Hasta hace algunos años, el voto de la mayoría blanca podía, prácticamente por sí solo, impulsar las aspiraciones de un candidato presidencial en Estados Unidos. Ahora ya no es así. Las llaves de la Casa Blanca pasan ahora también por las minorías: hispanos, afroamericanos, asiático-americanos. Hasta ahora, Trump ha basado su éxito en el favor electoral de hombres blancos sin educación universitaria. Aunque dentro de las primarias republicanas también conquistó otros grupos demográficos, está claro que Trump apela esencialmente a ese grupo de votantes, muchos de los cuales manifiestan un marcado desencanto con los modos tradicionales de la política, se dicen abandonados por la economía de su país y horrorizados por su transformación demográfica. Son votantes que no sólo quieren retomar la “grandeza” de su “América”; también quieren volver a ese tiempo en que el país era blanco, anglosajón y protestante. El aparente problema para Trump es que el pleno del electorado estadounidense no es lo mismo que el electorado republicano. En el segundo basta con hacerse del favor del voto blanco nativista y antisistema, en el primero es indispensable ampliar la base de electores.

Pero, insisto: esa conclusión optimista exige mesura. Primero, Hillary Clinton necesitará motivar el voto de las minorías para contrarrestar el posible éxito de Trump con su base de votantes blancos. No es un trámite automático. Por lo pronto, por ejemplo, los votantes jóvenes no parecen en absoluto entusiasmados con Clinton. El voto hispano tendrá que salir a votar como nunca antes y el voto afroamericano tendrá que mantener sus estándares tradicionales de apoyo para el candidato demócrata. Por otro lado, la teoría de que no existen suficientes votantes blancos para llevar a Trump hasta la Casa Blanca podría no ser enteramente precisa. Hace unos días, The Upshot, el extraordinario sitio de análisis estadístico del New York Times, compartió un estudio que revela que el electorado del 2012 fue más blanco y menos educado de lo que se había pensado.

La estrategia de Trump parece contar con esta posibilidad. Tras ganar la candidatura republicana, Trump podía seguir uno de dos caminos: moderar su discurso para tratar de apelar a las minorías y los votantes independientes o mantener el tono acostumbrado, confiando en la fuerza de su base actual de votantes. Tradicionalmente, los candidatos republicanos han hecho lo primero. Trump, en cambio, parece empecinado en el segundo camino. En los últimos días ha vuelto a las andadas, tratando de descalificar a un juez federal por ser de origen mexicano o pertenecer a una organización de abogados hispanos. Para algunos, el exabrupto de Trump contra el juez Gonzalo Curiel ha sido incomprensible o reprobable. Estoy de acuerdo con lo segundo, pero ciertamente no con lo primero. Marcar distancias con un juez hispano, hundirlo en la otredad, en lo “no-estadounidense”, es perfectamente comprensible y congruente con la estrategia de Trump en los últimos meses. Lo mismo que criticar a los hispanos que ondean banderas mexicanas en protesta contra la candidatura de Trump. Todo es parte del discurso de antagonismo étnico y racial que tan buenos resultados le ha dado a Trump. Lo raro, pues, sería un cambio de estrategia, mucho más si la realidad insiste en regalarle pretextos para ejercer el prejuicio, como en el brutal ataque del fin de semana en Orlando. Así las cosas a cinco meses de la votación del 2016: si de verdad hay más votantes blancos a disposición de Trump, y si el candidato republicano logra entusiasmarlos con su mensaje nativista en lo social y populista en lo económico, la elección de noviembre podría tenernos reservada una amarga sorpresa.

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