Mayra, una indígena mazahua recién llegada a la Ciudad de México, fue secuestrada a las afueras del Metro Chapultepec. Después de propinarle golpizas inclementes, su secuestrador, Héctor González Rogelio, la puso a trabajar como prostituta en La Merced.

Dos años después, Mayra fue cambiada a la calle de Sullivan. “Aquí vas a traer más varo”, le dijo Héctor.

Se pasó los siguientes 16 años mirando el paso de los autos desde la misma esquina. De ese modo se convirtió en una de las esclavas sexuales más antiguas de esa calle. Había un acuerdo con las autoridades para que ellas pudieran “trabajar” sin problemas.

Muchas veces, sin embargo, las torretas de las patrullas aparecían de improviso. Las mujeres echaban a correr. Algunas lograban escapar. Otras no. A Mayra la atraparon varias veces. “Era muy duro, los policías nos agarraban, nos jalaban de los cabellos, nos daban patadas ‘por putas’”, recordó.

La mujer que “administraba” ese tramo de Sullivan, Soledad Ramírez, y el padrote González Rogelio las habían aleccionado: “Si las agarran, aquí nadie les cobra: nadie tiene padrote. Ustedes están aquí por su propia voluntad y para que puedan mantener a sus hijos”.

Mayra pasó un par de años en el horario nocturno de la calle de Sullivan. Héctor González Rogelio le dijo, pasado ese tiempo, que había problemas y también tendría que “trabajar” por las mañanas en la Merced. “De ahí se convertiría que me llevara en la mañana a la Merced y en la noche a Sullivan: trabajaba de diez de la mañana a ocho de la noche en el callejón, y de nueve de la noche a seis de la mañana en Sullivan. Las otras horas eran apenas para dormir”.

¿Por qué no huía? Una noche un cliente la convenció de hacerlo: “Me insistió que iba a sacarme de trabajar”. Ella se dejó convencer. Salieron del Hotel Alfa y enfilaron hacia el norte por el Circuito Interior. Pero Héctor se les emparejó en un Maverick, la bajó del auto y le partió el labio de dos puñetazos. Luego la llevó al “cuarto de los castigos” —un cuartucho con techo de lámina, en la zona conurbada— y la molió a palos hasta que ella quedó “desnuda y bañada en sangre”. El supuesto cliente era, en realidad, un primo de Héctor que éste había enviado para probarla.

En Sullivan, Mayra vio morir a Jazmín por sobredosis de pastillas que su padrote le dio para que no se durmiera. Vio cómo mataron a golpes a Xóchitl, y cómo la fueron a tirar a Ecatepec. Vio volverse alcohólica a Rosa María. Vio desaparecer a Araceli, Dayana, Leonor, Isabel, Lucero, Susana, Yesennia, Bety, Leticia, María Estela, Irma, Marisol… “Nunca más supimos de ellas”.

González Rogelio la llevó una mañana a un consultorio ubicado en las cercanías del Ángel. “Aquí te van a poner bien chingona”, le dijo. Una doctora llamada Daisy preparó un frasco “con una sustancia como aceite de bebé” y se la inyectó en los senos y en los glúteos. Mayra sintió “un ardor terrible en todo mi cuerpo”.

Hubo varias visitas al consultorio. Héctor la llevó después a que le cortaran y le pintaran el cabello. “Este ya entendió que aquí no quiero sirvientas”, le dijo Soledad Ramírez cuando la vio “de rubia”.

Mayra dice que el ardor en el cuerpo no le permitía siquiera estar sentada. Tenía que seguir clavada a la banqueta, sin embargo, incluso cuando había tormentas. Una noche se puso de acuerdo para escapar con uno de los choferes que iban a recogerla al Hotel Alfa. Se llamaba Israel. Huyeron con lo que Mayra había ganado esa noche y se escondieron en un hotel próximo a la Central del Norte. Israel la llevó al día siguiente a casa de sus padres, y más tarde la escondió en un pueblo de Morelos.

Pronto llegaron noticias, sin embargo, de que Soledad Ramírez había dado con los padres de Israel y los había amenazado de muerte: no iban a quedarse cruzados de brazos mientras se les iba la muchacha. Soledad Ramírez hizo una oferta: ahora Mayra trabajaría para ella; a cambio, la protegería de Héctor. “No me quedó más que regresar”, recuerda Mayra.

Asesorada por su nueva patrona, denunció a González Rogelio ante el Ministerio Público (averiguación previa 03/03212/9309). Pero no pasó nada. O sí: éste fue a sacarla del cuarto en el que estaba trabajando, acompañado por unos agentes, y la sacó a la calle del cabello. La arrastró hasta su auto, aunque no pudo llevársela debido al escándalo que se armó: sus compañeras gritando y las recamareras asiéndola de los brazos. Mayra alcanzó a desprenderse y se encerró en una habitación.

Por esos días notó que le habían aparecido en el cuerpo unas manchas negras y rojas. Que tenía en un seno “una bola verdosa”. Eran las sustancias que Héctor le había obligado a inyectarse. Y es que Sullivan no perdona. A ninguna la deja intacta.

Mañana, la conclusión de esta historia.

@hdemauleon

demauleon@hotmail.com

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