El desánimo que ha colmado a tantos amigos, familiares, vecinos y conocidos míos en este comienzo de año es un acontecimiento inédito en mi experiencia. Más allá del lamento de los pesimistas y de la sonrisa distante del escéptico, la desazón ha alcanzado, incluso, hasta a las personas más robustas moralmente. El origen de tal desánimo proviene de la ausencia de certezas acerca del progreso social: la comunidad es la extensión de la casa y la casa es al mismo tiempo una continuación del vientre materno. El hecho de no sentirse protegidos en ninguna de las habitaciones sociales provoca el miedo y la zozobra en los individuos: la casa se agrieta y envejece, el jardín se convierte en erial y al final de cuentas el techo cede y uno queda expuesto ante los animales y la depredación. Una de las causas fundamentales del deterioro público ha sido el abuso, durante décadas, del entretenimiento salvaje vía la televisión. Lucrar con la ignorancia y la debilidad, cultural en lugar de promover la divulgación de los bienes humanos, ha causado un daño que me parece ya irreversible. El entretenimiento o el pasatiempo que no tiene más finalidad que olvidarse por un rato de uno mismo, es indispensable si se desea escapar de las tensiones que impone el voraz movimiento de la vida cotidiana. Pero explotar esa necesidad humana y hacer del entretenimiento un virus contra la inteligencia y un reemplazo del conocimiento y la reflexión, es una especie de delito moral que tarde o temprano tiene consecuencias. Al propagarse una ética de la diversión, del consumo y de la tontería, con el propósito de hacer a los individuos más débiles, en todos sentidos, y poder así guiarlos en una dirección determinada, se comete un abuso de autoridad que corrompe y maltrata el concepto más simple o sencillo de libertad: el de vincularse con los otros —los extraños— sin someterse a ellos. Vinculación, conversación, diálogo y cultivo civilizado de las diferencias son la sustancia de cualquier libertad social.

Si el estado mexicano vía sus distintos gobiernos descuidó el cultivo y la protección de individuos que apenas se estaban formando como ciudadanos y, además, los entregó indefensos a la televisión privada (ya fuera para su amansamiento o como simple negocio), entonces, una estrategia de mínimo equilibrio o alternativa a tal despropósito, era la creación de vías o canales dedicados a la divulgación de las artes y de la cultura. De allí la fundación del Canal 22, en México. Se trataba de una mínima disculpa estatal por el descuido de la educación y del insolente aumento de la pobreza y de la población indigente.

Llevar, a quienes no tienen posibilidades de hacerlo directamente, los bienes del conocimiento y de la cultura por medio de la televisión no es una mala idea. Un canal de esta naturaleza es ya rentable en sí mismo, una manera de paliar el descuido social y la corrupción tolerada y reinante en el sistema de educación pública. Comprender que el Canal 22 es rentable per se no es una cuestión sencilla para los hombres de negocios o para los funcionarios que ocupan puestos sin tomar en cuenta si están o no preparados para ello. Que José María Pérez Gay, autor de El imperio perdido (Cal y Arena; 1991), escritor y ensayista con ambiciones filosóficas, ocupara la dirección en los comienzos de este canal fue un hecho afortunado porque no era necesario recordarle la importancia que tienen las artes y la divulgación de los bienes culturales en la conversación pública y en el progreso moral de una sociedad. No está por demás agregar que la televisión, las instituciones y los cometas son parte de la cultura y no al revés. Es gracias al cultivo de la imaginación y de la difusión de la cultura que puede existir algo llamado televisión. La confusión al respecto ha sido causa de una valoración inadecuada de lo que es una institución cultural por parte de los gobernantes.

Hoy mismo, cuando el desánimo se extiende, la Federación se dispersa y debilita, el horizonte económico se oscurece, el rencor social se torna más profundo y la inequidad social avanza, parece despótico y miope desperdiciar la oportunidad de, al menos, intentar restablecer una parte del lazo, del vínculo social que da casa común a las personas; y hacerlo por medio de la cultura y de la expresión de las artes es una forma razonable de intentarlo. Convertir los medios públicos de divulgación cultural en empresas rentables —o medios para la promoción de política partidista o barata— a costa de hacer a un lado las raíces, razones y propósito de su función resulta una calamidad más.

La dirección del Canal 22 tendría que estar en manos de alguien que comprenda todos estos dilemas. El nombramiento del director actual es, creo yo, inadecuado y me sumo al reclamo que hiciera en su columna Prácticas indecibles, el escritor Rafael Pérez Gay. Si bien creo que el director de una institución es, a veces, una pieza más de un sistema complejo que incluso lo desborda o rebasa, hay que tomar buenas decisiones para no aumentar la sombra de desánimo colectivo que crece cada día más. Ya otro día hablaremos de la indispensable autonomía que deben guardar algunas instituciones con respecto a los gobiernos en turno. Por lo pronto, he dado mi opinión de escritor. ¿Les importa? Me imagino que no. Y un posdata apresurado. Hace casi 40 años, Octavio Paz escribió un texto (Televisión: cultura y diversidad), recopilado en su libro Hombres en su siglo (Seix Barral; 1984) cuya lectura sugiero. Conozco la polémica y las desavenencias que en su tiempo despertó el escrito; ¿qué importa? Hay que leerlo y completar su ensayo con nuestra propia visión. Todo lo sabemos entre todos.

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