Sí, me parece obvio que todos estamos en buena parte equivocados. Nadie se salvará, sea en vida o en la tumba, de que otro le espete en el rostro o en sus cenizas: “Te equivocaste.” A título personal he creído desde siempre que la verdad no tiene futuro. Goza de algún momento de ventura y pone a los guajolotes contentos, pero de allí no pasa. Algún día ése que no esperamos llegará y te dirá: “Tú también te equivocaste.” ¡Una tumba no puede estar equivocada, ni tampoco un tenedor, ni la estrella que brilla! Ya lo veremos. No pasó mucho tiempo para que alguien refutara a Galileo o a Newton. Las enfermedades nunca van erradas, me dirá otro iluso. Yo he visto enfermarse y caer a personas bellas y generosas y, en cambio, ver de pie y sanas a sabandijas ladronas y criminales. ¿Cómo hacen estos dogos para espantar al cáncer? Ladran toda la vida y taladran el espíritu de sus semejantes (ustedes los conocen bien). ¿El hombre es una enfermedad? No, el hombre es La Enfermedad, claro, de lo contrario seríamos eternos; y esta aseveración trillada sí que aspira a convertirse en una verdad menos efímera. La caída es irremediable, se muere desde que se nace, y los frutos del árbol duran jugosos unos cuantos instantes, tan pocos que parecen ser pura ilusión. Apenas comemos el esplendoroso fruto y los ácidos de nuestro estómago devuelven ese fruto a la oscuridad. ¿Han presenciado cómo se derrama brutal la hiel sobre el cuerpo hermoso de una joven arrogante? “Nunca estamos tan seguros de lo que sabemos como cuando estamos penosamente equivocados —escribió Guy Davenport—. La seguridad con la que Chaucer incluyó a Alcibíades en una lista de mujeres hermosas... debería ser suficiente lección para todos nosotros.” (Alcibíades, el efebo platónico). Lo falso acierta porque nos pone en el lugar merecido, en el tambaleo metafísico, en la atmósfera desconocida e impalpable.

En su novela, Caer —bello derroche de estilo y manifestación de una ansiedad por habitar otros mundos: fin de los tiempos en donde el lenguaje sobrevive ya no para narrar historias, sino para reconocerse en el trazo de imágenes apocalípticas—, Éric Chevillard llega a escribir acerca de los habitantes de una isla a mitad de la nada: “Nuestros artistas se ven finalmente mejor recompensados por sus fatigas.” En la imaginaria isla “Caer”, como hoy en nuestro tiempo y espacio, los artistas se destrozan y matan a sí mismos para hacernos ver y reconocer la tragedia. ¿Pero quién pone atención en la intangible sangre de los artistas? Hay cientos de fosas clandestinas donde los artistas yacen enterrados, aunque esto no llama la atención de los periodistas. ¿Qué sería de un alma sabia si no existiera el error? Los artistas encarnan el error, lo hacen humano, pero esto a nadie le importa. Hoy son otra clase de seres los que estiran su cuello y graznan el futuro: lo recuerda Houellebecq en su libro de poemas, Renacimiento: “El niño tecnológico guía el cuerpo de los hombres, / de las sociedades ciegas.”

George Steiner, quien despreciaría o estaría en desacuerdo con absolutamente todo lo que yo escribo y afirmo, me diría que el futuro se abre extraordinario a nuestra curiosidad y que la verdad en todos los ámbitos, la certeza buscada y la especulación filosófica, tienen cada vez más campo y esperanza para desarrollarse; mas admitiría, como lo hace en su libro Nostalgia del absoluto: “Hay en nosotros algo esencial que prefiere la dificultad y que busca la pregunta complicada.” Y por ello, continúa él, la necesidad humana pasa a un segundo plano cuando los hombres más enérgicos o dotados se hacen esas preguntas complicadas que intentan encontrar la verdad. Y agrega: “La verdad, creo, tiene futuro. Que lo tenga también el hombre está mucho menos claro.”

El ser humano es en sí una equivocación bípeda y la verdad es la liebre que él persigue dando tumbos y arañazos, digo yo y me encuentro bastante simpático al decir tal cosa. Esos tumbos y arañazos son el mundo descompuesto en el que se vive, al menos el mundo que yo experimento. Hace unos meses entré por primera vez a un hospital llevado por un dolor humillante e inesperado. Pese a que mis lágrimas forzadas por el dolor me indicaban que todo aquello me sucedía a mí, yo no dejaba de verme y pensar: “Qué extraña vida la de este hombre que ahora se queja y gime. ¿Y dónde quedaron sus veleidades y razones?” Todo aquello le sucedía a otro, por supuesto: a ese otro al que jamás dejo de observar. Y entre tanto no dejaba de pensar y de imaginarme que, al fin, la enfermedad atinaba en mí su disparo y su objetivo. He vivido al lado de una mujer enferma y tantas veces me he preguntado: “¿Por qué ella y no yo?” Así que en el fondo de mi ser me hallaba feliz con los golpes que me asestaba la enfermedad y por haber visitado aquel hospital repleto de seres sanos. Pero al final todo volvió a la equivocación y al error original, y he sanado parcialmente: estoy avergonzado por ello. La enfermedad también se equivoca, como Steiner, Galileo y el resto de los sabios. “Que el presente en su absoluta impureza nos sea agradecido al menos”, pienso en éste mi décimo día de estancia en Oaxaca.

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