Para Ofelia y Geoff

Para algunos Dios se escribe con mayúscula. Otros tienen prohibido escribir su nombre. Hay quienes lo imaginan como un viejo serio, fuerte y barbado que despacha desde una nube, pero puede ser un panzoncito sonriente. Existen los que juran que son varios dioses y aquellos que le ven rostro de mujer y muchos brazos. Dios puede ser un ojo atrapado en un triángulo o un círculo negro y blanco.

Para muchos, Dios envió a su hijo. Casi los mismos piensan que a un representante, o a varios. Hay quien sigue esperando que mande a alguien.

Unos deducen que le complace el silencio, otros que le gustan los conciertos de rock. Algunos aseguran que aprecia que se lastimen a sí mismos, otros que no lastimen a los demás.

Unos quieren interpretarlo. Otros lo aprenden de memoria. Todos aceptan que es difícil de entender.

Unos susurran su nombre cuando sienten que van a morir, otros lo gritan cuando están matando. Y hay a quienes advirtieron que sólo decirlo es un pecado.

Unos se cubren la cabeza para siempre tener que bajar la vista ante él. Otros levantan la mirada para exclamarle. Unos lo pintan porque creen que así le veneran, otros no se atreven a dibujarlo para que no se moleste.

Unos interpretan que Dios quiere vernos casi desnudos, otros se cubren de pies a cabeza y hay quienes sostienen que exige estar de traje y corbata.

Muchos, demasiados, programan irlo a visitar, todos, de golpe, el mismo día. Vaya descortesía.

Y hay quien cree que no hay dios, pero que hay destino.

Eso sí. Todos coincidimos en que se nos ponen pruebas. O al menos así le llamamos a las brutales dificultades, los inconmensurables dolores, las inexplicables tragedias a las que nos enfrentamos porque así lo manda Dios o el destino o la simple existencia. Porque en realidad ni siquiera tenemos pruebas de que sean pruebas. De hecho, cuando se trata de dios y el destino no tenemos pruebas de nada o de casi nada. Tenemos fe, o no. Creencias, o no. Aquilatamos indicios.

Mar, a sus casi tres años de edad, estaba esperando que naciera su hermanita Lola. La dibujaba y le hablaba y la imaginaba. Cuando finalmente llegó, apenas alcanzó a verla porque el corazón de Lola era demasiado grande y demasiado débil, y hubo que dejarla internada.

Mar conoció a Lola pero no como la había imaginado. La vio llena de tubos, respiradores, monitores, agujas, doctores. Sus papás le explicaron que estaba muy enferma.

No tenemos pruebas, pero aquilatamos indicios de que hay algo más que no entendemos.

El domingo Mar sintió que sus papás la despertaban y cuando abrió los ojos, reconoció que estaba en el hospital donde había podido visitar sólo una vez a su hermanita. ¿Cómo lo dedujo? ¿Qué intuyó a sus tres años? No sé, pero volteó hacia su mamá y le suplicó: “no me digas, por favor no me digas”. Le tuvo que decir: Lola había muerto.

La ciencia, que es capaz de ver un átomo de los que caben 60 mil millones en el ojo de una aguja, no descubrió con anticipación que el corazón de Lola era demasiado grande y demasiado débil.

No encuentro lógica. Por eso me cuelgo de la voz de una niña de tres años que no quería saber que se había ido su compañera que no llegó a ser. Y deduzco que la única certeza es que hay mucho por entender, si es que algo así puede llegar a entenderse alguna vez.

historiasreportero@gmail.com

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