Con respecto a la escuela, no guardo un buen recuerdo (lo lamento)

y no puedo evitar sentir cierta lástima por ello.

A veces, incluso me recorre un escalofrío al rememorar aquella época.

Haruki Murakami

Hace unos días una sobrina me preguntó mi opinión acerca de Thirteen reasons why. Debo decir que me sorprendió que la popular serie de Netflix estuviera en boca de estudiantes de secundaria. La crónica del suicidio de una joven de 17 años es de por sí impactante, y si a ello se suma el hecho de que es la propia suicida quien explica a detalle las causas de su decisión, muchas de ellas relacionadas con el acoso escolar y la indiferencia ante éste, el resultado es un contenido televisivo que nos confronta con formas de violencia que consentimos y minimizamos.

Lo que más me atrajo de lo que vi en pantalla fue la realización: una estructura temporal muy bien conformada, en la que la retrospectiva y el presente conviven en equilibrio, diálogos precisos y ágiles, y un clima de suspenso sostenido por una buena ambientación sonora. Con todas esas credenciales, el melodrama se ha convertido en un fenómeno comercial alcanzando a un público que, como yo, no suele estar atento a las novedades juveniles.

El éxito de Thirteen reasons why, además de merecido, ha venido a corroborar que el entretenimiento no está reñido con la reflexión, y que las nuevas plataformas aún están dispuestas a correr riesgos para señalar las zonas de vulnerabilidad que obviamos, por la confianza ciega que hemos depositado en los dispositivos de control propios de la institución escolar.

Luego de ver cada uno de los capítulos en compañía de mi familia, me di a la tarea de investigar las características del bullying. Un documento del Centro de Estudios para el Adelanto de las Mujeres y la Equidad de Género, publicado en agosto de 2013, explica que el bullying ocurre cuando un estudiante es expuesto de forma reiterada a “acciones negativas” cometidas en su contra por sus compañeros. El acoso suele ser más grave en la medida en que participan de él un mayor número de personas, llegando incluso a normalizarse en todo el entorno de la víctima, arrojándola así a un estado absoluto de indefensión.

México es uno de los países que figura entre los de mayor índice de acoso escolar. Las autoridades, los maestros, los padres y en general todos los que hemos integrado un centro educativo somos testigos de ello. Sin embargo, hemos sido cómplices del problema al grado de culpar del mismo a los más afectados, como si se tratara de desertores que no fueron capaces de adaptarse a un cierto grado de brutalidad inherente a los años de escuela.

No recuerdo que entre los contenidos de la televisión mexicana se haya dado tratamiento a un tema como el del bullying con la precisión y crudeza con que se hace en Thirteen reasons why. Cabe aclarar que la historia ahí relatada es la adaptación de una novela con el mismo título, escrita por Jay Asher en 2007. Aunque las variaciones son mínimas, la versión original tiene limitaciones estilísticas que le son propias a un texto deliberadamente escrito para ser comprendido por el adolescente promedio estadounidense.

Luego de indagar en cifras y definiciones, las conclusiones son contundentes. El acoso es muy difícil de erradicar, pues requiere que demasiadas voluntades se sincronicen para prevenirlo y su origen se remonta a muchos otros factores que no son fáciles de explicar. Además de atacar el problema matriz, nos corresponde estar atentos a los llamados de auxilio de quienes han formado parte de ese círculo vicioso. Las agresiones se han vuelto tan sutiles y diversificadas, que sólo podemos hacerles frente desde la voz imperativa del afecto, la escucha y la empatía; pues como expresó Hannah Baker, la protagonista, la mayoría de las cicatrices “no se pueden ver a simple vista”.

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