Me he resistido a escribir sobre el décimo aniversario de la mal llamada “guerra contra las drogas”. Sin embargo, varios lectores me han pedido una aportación al debate. Van en consecuencia algunas reflexiones sueltas:

1. Hay que contar los costos de la “guerra”. Pero hay que contarlos bien. En la última década, 212 mil personas fueron asesinadas. Asumir, sin embargo, que ese es el costo humano de la estrategia diseñada por Calderón y continuada por Peña Nieto es absurdo. Hacerlo supone que, en ausencia de esa “estrategia”, el número de homicidios hubiera sido cero. Si se hubiese mantenido la tasa de homicidio de 2006 (9.9 por 100 mil habitantes) a lo largo de la década posterior, se hubieran acumulado 114 mil víctimas. Si hubiese persistido la tasa de 2007 (8.2 por 100 mil), el número hubiese sido 96 mil. Es decir, la mortalidad incremental por homicidio se ubica entre 98 mil y 116 mil. Un hecho aterrador, sin duda, pero no tanto como 212 mil víctimas adicionales.

2. Se puede, por supuesto, asumir que la tasa de homicidio hubiese seguido disminuyendo, pero eso parece improbable. En el sexenio de Vicente Fox, la tasa de homicidio prácticamente no se movió: en 2000, se ubicaba en 11 por 100 mil habitantes; en 2006, el dato fue 9.9 por 100 mil habitantes. En 2007, hay una nueva e importante disminución (de 9.9 a 8.2), pero probablemente se trató de una anomalía que se hubiese corregido al alza en años posteriores, con o sin guerra de por medio.

3. Diversos trabajos académicos han explorado el impacto de los operativos federales en la violencia. Se ha encontrado, en efecto, una correlación positiva entre el envío de tropas federales a un estado o localidad y el número de homicidios. Hay, sin embargo, problemas con esa teoría. Se toma como base la fecha de anuncio del operativo, pero es posible que las tropas no hayan sido movilizadas sino hasta semanas o meses después. Asimismo, no todos los operativos fueron iguales. Unos fueron pequeños, otros de gran calado. Algunos resultaron en el casi desmantelamiento de las policías locales (Tamaulipas), en otros, los federales trabajaron de la mano con las corporaciones estatales y locales (Tijuana). Sin información pública sobre esos detalles operativos, es difícil saber qué resultó desestabilizador.

4. También hay varios análisis sobre el efecto de la política de descabezamiento de los grupos criminales. Aquí, igualmente, hay evidencia estadística de una correlación positiva con los homicidios. Pero, en este tema, también hay problemas. El número de capos (lo que se dice capos) abatidos o capturados en la última década no pasa de diez. Muy pocos para extraer una regla general. Entonces se han incluido personajes de segunda, tercera o cuarta línea de los grupos criminales. En ese punto, ya no sé si el factor causal es el “descabezamiento” o sólo las detenciones en genérico. En segundo lugar, ¿quién es un capo? ¿Quién quiera que así sea designado por el gobierno? ¿Lo creemos a pies juntillas? Y si no, ¿cómo se construye la lista?

5. Sobre los factores externos que pudieron haber contribuido al incremento de la violencia, se ha comentado poco, pero no es un asunto trivial. Hay varios trabajos que vinculan el alza de los homicidios con la política de armas en Estados Unidos. Hay uno que encuentra una correlación entre los decomisos de cocaína en Colombia y los homicidios en México. Y hay otras causas poco exploradas hasta ahora (las deportaciones de migrantes o el endurecimiento de la frontera). Todo eso sugiere que la violencia hubiera crecido (algo) a partir de 2007, sin importar la identidad del ocupante de la silla presidencial en México.

Sigo el miércoles.

alejandrohope@outlook.com

@ahope71

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