En 1982, en la Facultad de Derecho de la UNAM, nos enseñaban que México contaba con una Constitución rígida. Para reformarla —decían los profesores— era necesario pasar por un riguroso y complicado proceso contemplado en el artículo 135 de la propia Constitución, el cual implica el voto de las dos terceras partes de los miembros del Congreso y la aprobación de la mayoría de las legislaturas de los estados. Había que pensarlo bien antes de poner en marcha tan compleja maquinaria. Leer ese artículo nos hacía sentir que estábamos ante un símbolo que era muy difícil tocar, ya no digamos alterar.

La realidad era diferente. Para ese año, 1982, nuestra Constitución ya había sido reformada en más de 210 ocasiones, aumentando su extensión en un 42 por ciento. De entonces a la fecha ha tenido más de 400 reformas, por lo que la Constitución “rígida” ha cambiado en más de 620 ocasiones. Un ejercicio muy simple nos da una idea del tamaño y complejidad de la transformación: de 21 mil palabras que tenía el texto original hemos pasado a más de 64 mil. Eso sí, sin alterar el número de artículos: mantenemos los 136 que determinó el constituyente del 17.

No es que sea intrínsecamente malo reformar la Constitución. Ésta debe adaptarse a las nuevas realidades. Importan eso sí, el tipo de ajustes que se hagan. La rigidez que establece la propia norma es un sinónimo de certeza, reduce los márgenes de incertidumbre jurídica que tienen los regímenes democráticos. Por el contrario, en los Estados autoritarios, la falta de certidumbre es su entorno natural, pues tienen a la Constitución como adorno. Dificultar los cambios estableciendo candados es una manera de decir a los ciudadanos que los pactos fundacionales de la nación no se pueden mover a capricho de los gobernantes.

Una Constitución debe contener principios y especificaciones en cuanto a la organización institucional. El problema de la nuestra es que, de texto fundamental, de pronto se ha convertido en texto reglamentario, pues cada vez está más lleno de minucias incompatibles con una norma originaria.

Tanto la Constitución federal como las estatales han sido objeto de múltiples reformas, muchas de ellas innecesarias. Dos ejemplos demuestran no sólo el desdén de la propia norma, sino el desprecio que hay de parte de los legisladores, por la separación de poderes y por el federalismo. En sus memorias, Gonzalo N. Santos, cacique potosino, cuenta cómo le dieron “tormento” a la Constitución, modificándola, para que el cacique pudiera gobernar por seis años en lugar de los cuatro que hasta ese momento preveía la Constitución local. La supuesta rigidez no le representó ningún obstáculo: fue demolida por una orden presidencial. El segundo caso es el de Carlos Armando Biebrich. En un libro reciente, platica un encuentro que sostuvo con el entonces presidente Echeverría en torno a la sucesión de Sonora. Echeverría le dice que había decidido hacerlo gobernador del estado. Biebrich le responde que no puede porque para ser candidato la Constitución —local— establecía que se requerían 35 años y él tenía 32. El presidente, lacónico, le dice: “Lo entiendo, dígale a Moya que arregle ese detalle”. La respuesta del entonces presidente refleja el autoritarismo de la época y la supeditación de la norma a los caprichos del poder. Los engranajes que en teoría blindan a las constituciones de cambios discrecionales carecen, en la práctica, de aplicación.

Lo que el artículo 135 establece como mecanismo, los Congresos lo han tomado como mero trámite. Desconozco en cuántas ocasiones las legislaturas de los estados han hecho uso de su facultad de “veto” de una reforma enviada por el Congreso federal, pero casi estoy seguro que nunca ha pasado.

Hace unos días inició una nueva legislatura y con ello es factible pensar que se avecinan cambios a la Constitución. Antes, valdría la pena pensar qué queremos de nuestra norma fundamental. La Constitución no puede ser el espacio para los buenos deseos de los diputados, ni debe ser el espacio donde los partidos cobren facturas a sus enemigos o el lugar donde se plasman sus desconfianzas. Más allá de las contrahechuras en las que se puede caer por esta compulsión reformadora, se corre el peligro de cometer errores ridículos como repetir un mismo párrafo en dos puntos diferentes.

Quizá habría que dejar a la Constitución en paz e instar a las autoridades a cumplir los derechos que hoy contiene y casi nadie obedece. Como decía Emilio Rabasa hace 100 años: No hagamos de la Constitución algo que se venera pero no se cumple.

Ex comisionado del IFAI.

@atrinidadzal

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