En estas semanas ha cobrado protagonismo una discusión toral: ¿cómo lidiar con una crisis de seguridad como la que enfrenta México sin abandonar al constitucionalismo democrático? En realidad no se trata de un tema nuevo —en lo personal dediqué al asunto un libro que lleva el mismo título de este artículo en 2012— pero sí es una cuestión crucial. Ya se ha dicho mucho y bien en estos días: la guerra iniciada en el calderonismo ha sido una calamidad con costos humanos, institucionales y culturales muy altos.

Lo que ahora se busca —en atención a un reclamo social legítimo al que ahora se adhiere incluso el Ejército— es contar con un marco normativo que contribuya a salir del atolladero. En la búsqueda de su definición se han generado algunas inquietudes fundadas. Bajo la premisa de que son necesarias normas para legitimar la intervención militar en acciones de policía y para regular la actuación del Estado —en particular del Poder Ejecutivo— ante situaciones o estados de emergencia, algunas iniciativas legislativas amenazan —como bien ha sintetizado Catalina Pérez Correa— con “normalizar la excepción”.

Quizá lo primero que conviene advertir es que —contrario a lo que algunos suponen— ningún marco legal podría blindar a las fuerzas del Estado contra la responsabilidad derivada de actos que constituyan violaciones a los derechos humanos. Las desapariciones, torturas, asesinatos, violaciones, etcétera, cometidas durante la lucha contra el crimen son y seguirán siendo perseguibles. Y si no lo son en el país, lo serán en el ámbito internacional. Esto es importante porque, si bien necesitamos una legislación que ofrezca sustento jurídico a la intervención excepcional de las fuerzas militares en las tareas de seguridad pública, ese marco normativo nunca servirá como parapeto para cometer abusos.

Por otro lado está la discusión sobre la ley reglamentaria del artículo 29 constitucional sobre la suspensión del ejercicio de derechos y garantías “que fuesen obstáculo para hacer frente, rápida y fácilmente” a situaciones catastróficas o calamitosas. Esa ley también es necesaria, pero debe redactarse con particular cuidado porque está en juego una cuestión vital para las personas y para cualquier Estado que pretenda ostentarse como constitucional.

Lo que hoy tenemos es una iniciativa potencialmente inconstitucional e inconvencional. Por ejemplo, haciendo caso omiso a lo que dicta la Constitución, omite advertir que, dentro de los derechos que no pueden suspenderse se encuentran “las garantías indispensables para la protección de los derechos”; en congruencia con esa maniobra, niega a las personas la posibilidad de frenar judicialmente los efectos perniciosos que pudiera tener para sus derechos un decreto de suspensión; y, además, les conculca la posibilidad de exigir reparaciones durante el tiempo que sus derechos hayan sido suspendidos.

El Derecho convencional —que, por tratarse de derechos humanos, es Derecho constitucional en México— en esta materia es aleccionador. Dada la experiencia histórica exige, por ejemplo, que los estados de excepción sean expresamente declarados —y no se instituyan de facto como ha sucedido en muchas zonas de México— y que tengan una duración temporal precisa y acotada. La legislación que se propone es defectuosa sobre todo en esta segunda arista. Permitiría, además, que los decretos se vayan reformando sobre la marcha —incluso por la Comisión Permanente y no por el Congreso de la Unión— con lo que se generaría un impasse potencialmente permanente al Estado de Derecho.

Por todo lo anterior no debemos equivocarnos. Tenemos la oportunidad de reencauzar legalmente la crisis de seguridad en la que nos encontramos y podemos hacerlo hacia los rigores del Estado de Derecho o hacia las licencias de la arbitrariedad legalizada. En el primer caso subsistiría la democracia; en el segundo continuará el horror y, después, llegarán los juicios. La historia moderna enseña.

Director del IIJ-UNAM

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