Después del temporal, vino la calma. Las designaciones de Norma Piña y Javier Laynez como ministros de la SCJN aquietaron los ánimos de quienes manifestamos nuestra preocupación por el desfondamiento de la legitimidad y el debilitamiento a la institucionalidad del máximo tribunal que significó el nombramiento del ministro Medina Mora. No olvidemos que, a juzgar por las señales políticas, hasta hace poco, todo indicaba que ese también sería el estigma de las designaciones siguientes. Sin embargo, por fortuna, se eligió a dos juristas con prestigio y trayectoria.

La primera semana del año, Piña y Laynez tomaron posesión de su encargo. Como dicta el ritual, el pleno de la Suprema Corte celebró una sesión solemne en la que, después de recibir la bienvenida, los nuevos integrantes pronunciaron su primer discurso como jueces constitucionales. Valió la pena escucharlos. Lo que dijeron no condiciona su actuación futura —estarán en la Corte quince largos años— pero sí revela cómo asumen su función y cuál es la estatura de sus miras.

La ministra Piña sentenció con tino “que la capacidad no es una cuestión de género” pero no se atrevió a ir más lejos ni se empeñó en acreditar esas palabras. A mi juicio, su discurso fue anodino y banal. Comenzó recordando desde cuándo y en dónde conoció a todos los ministros para, después, perderse en reflexiones vagas y en generalidades. Ese día la nueva ministra honró mal la gesta de quienes pugnaron para que llegaran a la Corte dos mujeres. Su trayectoria como juzgadora no está en duda pero, paradójicamente, quedó la impresión de que ésta le pesa como un lastre.

Con frases crípticas —“como juzgadora no comparto las etiquetas o los estereotipos, ni es mi pretensión esencial la obtención de alguna de ellas”— y lugares comunes —“la razón fundamental de nuestra función es impartir justicia”—, la nueva ministra apuntaló las reservas de quienes piensan que la carrera judicial no es la mejor escuela de ministros. Para muchos juzgadores los años en los juzgados y tribunales se convierten en un corsé intelectual que les impide ver más allá del formalismo y la obviedad. Además les cuesta comprender el rol político y social de su función. En síntesis, el discurso de la ministra me pareció trivial y, por lo mismo, creo que fue una oportunidad perdida.

Javier Laynez, en cambio, aprovechó la ocasión para demostrar por qué llevaba años aspirando a vestir la toga. En pocos minutos y con un lenguaje claro expuso un discurso sustantivo. Comenzó reconociendo que la Corte tiene una relevancia política creciente y celebró que la opinión pública se haya dado cuenta de ello. Además, el nuevo ministro sabe que llega a la Corte en una coyuntura muy especial: “...me atrevo a decir —sin exageración— que estamos viviendo una auténtica revolución en el orden jurídico”. No se equivoca. Él mismo ofreció cuatro razones que sustentan esa tesis: a) las acciones de inconstitucionalidad son un poderoso instrumento que hoy puede ser activado por diversas instituciones, b) algo similar sucede con las controversias constitucionales, c) además, el orden jurídico relativo al federalismo ha cambiado profundamente y d) las reformas de derechos humanos y de amparo de 2011 “revolucionan de manera global toda la interpretación del derecho en México”.

Sobre este diagnóstico —mostrando que una ceremonia solemne puede ser un foro de ideas—, el ministro Laynez, advirtió las tensiones entre la justicia y la política, reflexionó sobre el reto que supone garantizar los derechos sociales y declaró la responsabilidad que ello conlleva para los jueces constitucionales. No sabemos cuál será su desempeño futuro ni cómo votará en los casos difíciles pero, a juzgar por su discurso de investidura, Laynez demostró que sabe en dónde está parado y lo que supone ser ministro en el México del siglo XXI.

En fin, creo que Piña quedó debiendo y Laynez nos dejó expectantes, pero esto apenas empieza. Veremos.

Director del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM

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