Cada vez que salimos de la ciudad por carretera, es fácil regresar a casa. Basta con seguir los letreros que dicen México. Nunca me lo pregunté de niña, por qué México y no Distrito Federal, asumí que la capital de México era México, que país y ciudad éramos sinónimos. Nos sentíamos el ombligo del país (no en vano México quiere decir el ombligo de la luna). Sin embargo ahora que se oficializa la muda de nombre, y los caminos que señalan las vías a la capital empatan más con Ciudad de México, extraño esas siglas hilvanadas en palabra con que siempre presumí mi procedencia y habitación: Deefe. Hasta parece holandés así escrito. Un día el vestigio y el gentilicio defeño serán añicos, balbuceos sin sentido porque nunca tuvieron una flecha que indicara que había un camino que llevaba a esa urbe ficticia. Atados como estamos al sustrato lodoso, a su pasado de cuenca, a su condición de Valle custodiado por volcanes, al crecimiento impredecible de la urbe, a las calles que fueron y los que fuimos, la ciudad palpita como corazón arrojado al basurero, que insiste en sobrevivir. Y nosotros con él. Ella nos tiene en su seno, pero nosotros desconfiamos de sus capacidades nutricias.

Mucha tinta ha provocado el retorno al programa Hoy No Circula. Que si sirve, que si no sirve, que si alguien se beneficia de él, teorías del complot, lecciones de oferta y demanda, y nosotros tose y tose, de afección respiratoria en afección desde hace años. Y ahora que nos congratulamos de que la ciudad considere la bicicleta como una alternativa y al peatón con sus derechos, nos dicen que los daños de salud exigen medidas como la que se ha implementado de abril a junio de este año. No soy de los que se quejan, por el contrario, noto que fluye un tanto mejor el tránsito de vehículos, que el ruido de las horas picos es menos intenso y los trinos primaverales son un mejor escenario sonoro, que hay que planificar los movimientos, usar la imaginación, organizarse con otros, mirarle los aciertos y defectos al transporte público siempre insuficiente. Me gusta que la ciudad sea más nuestra, más responsabilidad de todos en ese mar de quejas que se vuelve una medida que nos afecta y nos beneficia a la vez. Un arma de doble filo.

Pero las autoridades de salud insisten en que es una medida urgente, pues las afecciones respiratorias han crecido, y la población en riesgo está más en riesgo. Libreta y memoria en mano, es verdad que me he enfermado más a menudo en los últimos dos años, que cuando llego con el otorrino hago una antesala lenta y que, cuando por fin me revisa, me comenta que hay muchos como yo, que están rebeldes los virus, o algo por el estilo. Cada uno tendrá su propia crónica. Con mayor convicción asumo que hay que circular menos y me indigna ver algún vehículo del gobierno de la ciudad humeando el aire que los demás cuidamos. Pero lo que más claro me queda de las reacciones ante el endurecimiento del programa es el síntoma que revelan las quejas y teorías del complot. No confiamos. ¿Por qué si era necesario que el programa se sostuviera como un compromiso con la ciudad y la salud, funcionaron las dispensas de los ceros y los dobles ceros? ¿Por qué se permitió que creciera el parque vehicular y no los parques? ¿Por qué no hay una capacitación para los conductores de peseros que conducen de forma riesgosa y muchas veces irresponsable? Pienso que un día nos va a dar a los ciudadanos comunes por linchar a aquel vehículo oficial que viola las reglas que con dificultad los demás estamos acatando.

Algo ha fallado en el discurso y en la historia reciente; cuestionamos las nuevas viejas disposiciones porque no hemos tenido prueba de su constancia, porque nos subimos a la Línea Dorada que reabrió recientemente y cuando escuchamos el roce de las ruedas con los rieles no estamos seguros de que haya sido resuelto el problema. Si estuvo funcionando como si no tuviera problema, ¿estará bien ahora? ¿A quién le vamos a creer? Queremos esta ciudad nuestra de todos los días, que por fin está consintiendo al peatón; lo que no nos convence es el diagnóstico tardío del médico y el tratamiento desesperado. Por ejemplo, ¿Por qué hasta junio? ¿Dejaremos de ser cuenca seca? ¿Seremos menos millones viviendo este valle vulnerado? ¿O se está perfeccionado el tratamiento? Estamos dispuestos a comprometernos con la salud de la Ciudad de México, reconocemos la urgencia de hacerla sensata en traslados e inofensiva a la salud, y queremos congruencia en las acciones. Tenemos que confiar a ciegas, Comisión Ambiental de la Megalópolis o no, más vale que nos convenzan de que estamos en buenas manos. Queremos seguir la flecha que señala México con la certeza de que no lleva al infierno.

Escritora

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