Fueron mis hijas las que advirtieron mi errática conducta, la tercera vez que volví de viaje a Estados Unidos con un ejemplar de Matar a un ruiseñor. Recordaba lo mucho que me había impactado la novela de Harper Lee en secundaria y quería que ellas descubrieran ese gozo. Lo curioso es que veía el ejemplar de la novela en los estantes de las librerías y lo compraba como si no lo hubiera hecho antes. Yo lo achaco a la emoción, en casa tenemos tres, y mis hijas aún no la han leído. También es cierto que cuando un joven me pide alguna recomendación de lectura, sugiero Desayuno en Tiffanys, de Truman Capote. Creo que es una novela suficientemente sencilla y compleja para empezar a amar la literatura. Todo esto, sin saber qué tan cercanos habían sido los autores. No los puso claro la espléndida película Capote, donde Seymour Hoffman encarna a Capote (apena mucho la muerte del espléndido actor) y las tras bambalinas de A sangre fría. Harper Lee es cómplice del trabajo de su amigo y de los muchos días de estancia en Holcomb, Kansas, donde Capote investigaría el homicidio de la familia. Lee le ayudaba en el acercamiento a las personas, en la escritura del dictado, en la transcripción, más tarde en la lectura del manuscrito. Luego ella se molestó cuando Capote no la mencionó más que en la dedicatoria. Por lo menos eso dicen los chismes porque viajaron por su natal Alabama juntos dos años después de la publicación de la novela parteaguas de Capote.

Cuando el padre de Harper, el abogado que da pie al protagonista de Matar a un ruiseñor, puso en manos de la pareja de amigos una máquina de escribir, seguramente no calculaba sus consecuencias. La manera en que el instrumento de escritura, la pasión lectora, la complicidad de estos vecinos, conduciría a la voluntad de ser escritores y a publicar en los años 60 dos novelas exitosas y clásicas. El éxito puede ser un arma de doble filo: matar o impulsar. Me pregunto dónde quedó el espíritu fabulador de Harper Lee que salió de su pueblo sureño, Monroeville, para ir a Nueva York, vivir mal pero encerrarse a escribir, con fantásticos resultados: 350 mil copias vendidas el primer año, el Pullitzer Prize a la mejor novela, una película espléndida estelarizada por Gregory Peck. Luego la vuelta al pueblo natal, a la vida quieta y al silencio. No publicó, no dio una sola entrevista. La novela que salió a la luz el año pasado, era una novela anterior a Matar a un ruiseñor.

En Bartleby y compañía, Vila-Matas analiza a los escritores que no acabaron ningún libro, los que escribieron sobre la imposibilidad de escribir o a los que después de publicar uno o dos, guardaron silencio. Los Batlebys de la literatura, que como el cuento de Melville, “prefirieron no hacerlo”. El ensayo busca las razones. No recuerdo si entre sus lúcidas páginas incluye a Harper Lee y a la mexicana Josefina Vicens y su novela El libro vacío. Pero sin duda, el tema es inquietante, tanto como los miles de versos sin publicar que se encontraron a la muerte de Emily Dickinson. Tanto, como la pluma que frenaron dos espléndidas autoras que formaron parte del Centro Mexicano de Escritores: Amparo Dávila y Guadalupe Dueñas. Si menciono mujeres es porque me llama la atención el silencio, mucho más después de que haberlo roto en su época fue más temerario (si es que así se le puede llamar).

Se ha dicho que Harper Lee no sólo no publicó, sino que dejó de escribir. ¿Dobló las manos, literalmente? ¿Arrumbó la máquina de escribir de la adolescencia?, ¿la que se turnaban Truman y ella? ¿La exposición pública (y la noción hasta su muerte este año de ser obligada lectura escolar) vulneraron tanto al ser privado que su único afán fue preservarlo? Cómo quisiera escuchar sus pensamientos. Ya otra colega sureña, Carson McCullers, dictó su autobiografía para prevenir a otros de los daños del éxito temprano. Todo un tema para libro.

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