En el Instituto Cervantes de Dublín nos tenían preparado un tour literario, como éramos escritores los que estuvimos allí en el festival ISLA (Irland, Spain, Latin America) pensaron en un tour en pocas calles. Uno pensaría que hay algo de forzado en la idea de que se pueda hablar de escritores irlandeses en una hora de recorrido a pie, pero por algo Dublín fue declarada por la UNESCO Ciudad de la Literatura. En el parque Merrion Square está una curiosa escultura de Oscar Wilde sentado sobre una roca que, con pelo lacio cayéndole en la cara y una sonrisa burlona, mira hacia la esquina donde vivió. Y en el lado opuesto del parque, en las casas simétricas que bordean el parque, está la que habitó el poeta WB Yeats en sus años de senador. Y nos cuentan que en el bar de la esquina Yeats se reunía con asesores que le pedían fuese más sociable, que dedicase tiempo a comer y beber en el Pub con otros políticos o personajes de monta. Unas calles más adelante está Trinity College, donde estudiaron Oscar Wilde, Samuel Beckett, Bram Stoker y Jonathan Swift.

Aunque es muy grato visitar la torre Sandycove al borde del mar, donde ocurre el capítulo inicial del Ulises, de Joyce, con una recámara y escritorio instalados (allí una chica había decidido comerse una torta que olía a cebollas, no sé si para fastidiarnos y quedarse sola en trance con el escritor o por pura camaredería con el dublinés), lo inesperado ocurre en la calle del Instituto Cervantes, allí está el hotel de Finn donde Nora Barnacle trabajaba como mucama cuando Joyce la conoció, y a unos metros está Sweny's, la botica antigua que ha permanecido como en la página de la novela. Nada más entrar, entre espejos, canceles y mostradores de madera, a la vera de botes y potingues antiguos, el dueño nos recibe con un saludo en gaélico. Es blanco rosado y canoso, sonríe con orgullo. Quien conduce el tour le cede la voz, mientras nos acomodamos como si fuéramos a despachar detrás del mostrador frente a él, donde lo que hay son libros de Joyce, el Ulises en muchas traducciones, Finnegans Wake, alguno de poesía, Dublineses. Montones descompuestos que muestran que la gente entra, los manosea, busca los de su idioma, como yo, que quiero encontrar el imprescindible Dublineses en la traducción de Cabrera Infante que me gusta tanto. Sosegada nuestra sorpresa, el hombre nos cuenta que la botica aparece en Ulises y que la querían destruir, por eso se formó una sociedad para defenderla y mantenerla. Nos conmina a comprar una barra de jabón por 5 euros, sabe que es un asunto simbólico, pero es la misma barra que compró Leopold Bloom para ir al baño calle abajo. Está envuelta en papel de estraza, como ocurría entonces. También nos enseña la programación, por la tarde habrá lectura del Ulises en italiano. La botica es apenas un espacio de cuatro por cuatro, un verdadero venero joyceano. Lo compruebo cuando el irlandés que se ocupa de su preservación saca una guitarra y toca algunos acordes para llamar nuestra atención. Entonces dice que tocará la canción del cuento de “Los muertos”, la misma que escucha el personaje Greta desde la escalera cuando ella y su marido Gabriel, un escritor ya famoso, están a punto de despedirse de la casa de las tías donde han pasado la velada de Nochebuena. Yo me estremezco, me fascina ese cuento, sobre todo cuando después de las conversaciones y discusiones de mesa, que tienen que ver con la historia y la política (como siguen teniendo que ver entre los irlandeses), ocurre esta epifanía, ese gesto de arrobo y melancolía que Gabriel observa en su mujer, y que desconoce. Intrigado pregunta esa noche qué hay en esa canción. Ella cuenta del chico enamorado que le cantó entre la lluvia y el frío durante noches y noches para despedirse de ella, que partiría: la amaba. El chico murió después de pulmonía. Esa canción contra la que Gabriel no puede competir, porque la muerte por amor es un rival imposible, es la que el irlandés canta en la botica. Esa canción que he leído en el cuento se vuelve cuerpo, carne, tristeza, profunda melancolía. Esa canción es un fantasma que se levanta de la página y llega a mis oídos para conmoverme y declararme rendida, porque esos cuentos de Joyce, esos dublineses, son parte de mis cicatrices literarias. Compro la barra de jabón agradecida, deseosa de llevarme puesta la canción que ahora sonará cuando relea “Los muertos”. Dublín es sin duda una ciudad literaria donde la música y la cerveza son necesarias.

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