Un escritorio es una casa. Por lo menos lo es para un escritor, pero no lo había pensado tan claramente hasta hace poco. Quizás porque la vida en movimiento, porque la lap top se acomoda desde el regazo a cualquier superficie, porque el minimalismo contemporáneo sustituyó el escritorio por mesas, lo más limpias posibles, de cristal mejor, sin cajones obviamente. Así que cuando el carpintero terminó de armar y colocar el escritorio que sustituía mi mesa plástica, sin gracia pero donde había escrito los últimos siete años, lo miré como a un ser extraño, un bicho de dimensiones inapropiadas: un invasor. Me sentí mal de mirarlo así, un escritorio de los años 40 o 50, encino añoso, carácter, cajones profundos y lo más importante, un regalo de mi amiga Patricia Mazón. Un regalo muy especial porque el escritorio había pertenecido al escritor Manuel Puig y ella lo había heredado. Un escritorio de un escritor de novelas tan entrañables como Boquitas pintadas o El beso de la mujer araña, para una escritora, había sostenido mi amiga. En su casa me parecía hermosísimo y el gesto me conmovía. En los cambios que ella había tenido que hacer, el escritorio ya no tenía sitio posible. Para una escritora era un tesoro. Un legado. No se me tome como ingrata, estaba muy agradecida, nada más que la pieza y yo nos teníamos que reconocer. Sí, eso lo comprendí al día siguiente. No es que el escritorio habitara mi casa, sino que yo lo iba a habitar, a colonizar, me iba a hacer dueña de él. Su historia me pesaba, por importante, por su pedigree. No es como toparse con un amor inicial donde está todo por construirse juntos, el escritorio de Puig, luego de Patricia, editora, ya poseía sus secretos, sus cicatrices, sus maneras. Había sido cómplice de escrituras, de sueños, de titubeos, de aciertos. Un aliado de otros. Así que me le fui aproximando, café en mano, mirándolo cada vez menos como al Contrabajo de Suskind, imposible de acomodar en un taxi, y más como a un ser con músculo y corazón. Me hizo pensar en lo desacostumbrada que estaba a ese mueble clásico que se llama escritorio, con un nombre tan romántico y preciso. Siempre me han fascinado, igual que secreteres y escribanías — los unos con cortinas y cajoncitos, los otros portables, con compartimentos para papeles y sobres, plumas, tintas, lacas y sellos, para escribir cartas. Tan lejos estaba de vivir un escritorio que su arquitectura de U invertida, su nicho para la silla, sus muchos cajones que se suman al orden, al guardado, al ocultamiento y al encuentro atinado, me eran ahora irreconocibles.

Acaricié la madera del mueble, para que aceptara el olor de mi piel y yo su superficie que habrá de recibir cuadernos, teclados, taza de plumas y lápices, taza roja de café, charolas de papeles, libretas. Lo amansé como a un caballo que ha cambiado de dueño y que recibe el terrón de azúcar de una mano aún incierta de las bondades del animal. El que tuve en casa de mis padres y en el que escribí mis primeros cuentos fue uno de esos coloniales mexicanos, largo y estrecho, de patas moldeadas, con jaladeras de hierro negro, cajones extrañamente hondos e insensatos. La superficie se había rajado a lo largo, y esa herida lo hacía más mío. Las casas más bien pequeñas donde viví no permitieron su tamaño y así empezó el éxodo de los muebles de talla grande por los pequeños, lo sustituí por aquel escritorio que se desdoblaba y quedaba sostenido por una cajonera cuya parte inferior era un archivero que me encantaba, porque me obligaba al orden. Era de Pali y de encino americano de veta perceptible. En los cambios de casa usé un tablón con una mesa lateral adosada y, en el lustro que renté un espacio como estudio (que alguna vez y por breve tiempo, también habitó Ibargüengoitia, según me contó la vecina) pude meter esa gran mesa de oficina donde colocar en montones los libros de distintos proyectos. Aunque allí nació Yo, la peor y otros libros, la verdad es un mueble insulso por el que sentía cierta lealtad. Por eso, ese segundo día de careo con aquel mueble de superficie profunda, de cajones que parecen no acabar nunca cuando los jalas con la sensación de husmear en casa ajena, reconocí el privilegio de estar frente a un mueble con carácter, hecho de madera cálida, un espacio orgánico que me empezó a envolver. Me llenó primero la vista, con esa superficie generosa, que prometía objetos inalcanzables y otros a la mano, jerarquizar el uso de lo que habré de poner en ese planisferio íntimo. Luego entró por mis manos y brazos, cuando sentada frente a él, recorrí el canto redondeado y pulido de sus orillas, abrí cajones, me emocioné con las posibilidades de clasificación según los distintos fondos de cada uno y seguí pensando que tanto fondo debía ser para esconder algo profundo, literal y metafóricamente. Decidí que independientemente de esa historia que lo volvía tan interesante y precioso, ahora yo empezaría a sumarle otra y que aquellos fondos serían retenes de mis más preciados o prohibidos textos. Entonces dejé que ese espacio donde las piernas dobladas buscan su acomodo para que la silla sostenga la espalda y uno encare de cuerpo entero a aquel cómplice más orgánico que utilitario, más amigo que mueble, me arropara, me hiciera suya y me aceptara. Porque el careo que venía de la extrañeza al encuentro y al anuncio del encariñamiento futuro, necesitaba su tiempo, su mimo. Y el pacto nos concernía a los dos.

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