No importó si esta vez vi el concierto de los Rolling Stones desde lo alto de las gradas en el Foro Sol, incluso tuve la ventaja de que además de ver la escena proyectada en pantallas que salvaban lo diminuto de la percepción real, podía contemplar esa multitud de la que formaba parte. Ya había tenido la oportunidad en Bridges of Babylon de estar tan cerca del escenario que la uña de Richards que lanzó por los aires, cayó a mis pies (un cuento que escribí lo celebra). Estar allí en el que quizás sea el último concierto de los Rolling Stones que atestigüemos en la Ciudad de México (pasaron 10 años del anterior), no sólo era un banquete para el oído, un constante asombro con ese rock rasgado, blueseado, que se nos metió en la sangre desde la adolescencia, y con la energía de espléndidos músicos que en sus setenta y pico años arden, bullen, gozan, irradian, punzan, aullan, rasgan, soplan, tamborilean, sino un ritual con la era que marcó nuestra educación sentimental. Sí, claro, hablo de mi generación, aunque los asistentes al concierto y los que reconocen el alcance musical de los Rolling pertenecen a un abanico amplio. Pero escribo por los que, como yo, un día tuvimos en nuestras manos el Beggars Banquet con su funda con una imagen tridimensional al centro... ¿se llamará holograma? Era un disco importado y un tío, muy en la vanguardia musical, nos lo regaló a mi hermana y a mí. Era 1969 y el disco era una novedad: había sido grabado el año anterior. Tal vez lo adquirió en Dalis en la Zona Rosa que se preciaba de tener LP´s y libros de arte, que uno hubiera adquirido en Rizzoli de Nueva York, si el dinero y el viaje fueran accesibles. Hip 70 aún no abría sus puertas y dudo mucho que Antonio España, pintor y diseñador, hubiese elegido esa tienda. Debo a él, y a Radio Capital que nos ofrecía diariamente “La hora de los Rolling Stones”, la fascinación por sus Satánicas majestades.

Estar dos horas de pie, porque es imposible que el cuerpo se sosiegue cuando la lengua rollingstonera lame las entrañas, supone el paso de la cascada de arena en un reloj que abarca nuestras varias décadas. Por aquel instrumento de cristal pasa cada grano cargado de emoción: “Lady Jane”, “Start me up”, “Time is on my side”, “Ruby Tuesday”, “She is like a Rainbow”, “Connection”. Alguno de esos granos coincide con su magnificación en tiempo real, con la respiración de los músicos y la relación íntima y añeja con su instrumento, con el escenario, con los que escuchamos. Keith Richards todo canas y sonrisa ladeada es tan sincero como el documental reciente alrededor de su persona; Ron Wood, flaco y correoso parece prolongar las cuerdas de su guitarra; Charlie Watts, que libró el cáncer de garganta, es tan elegante y silencioso como indispensable en la batería. “Paint it black” pasa por el reloj de arena y vive en el escenario que dice Ciudad de México. Mi ciudad, tan ayuna de conciertos en nuestra adolescencia. Fue hasta 1995 que pudimos ver lo inimaginable, a los Rolling cincuentones, convidándonos, por fin, el privilegio de su música en vivo. Veinte años después asisto a la ceremonia y “Paint in black” me arranca meneos, ese rasgueo gitano del comienzo me coloca en no sé qué fiesta de qué frontón o de qué casa donde la aguja del disco caía una y otra vez en el mismo punto para que volviera a sonar al infinito esa melodía, ese trance musical, sin que entonces sospecháramos que aunque mudáramos de cuerpo, de planes, de circunstancias, de amores, de espacios, se quedaría en el torrente de nuestro ánimo. Fuimos tocados por los Rolling Stones y aquí nos tocaron de nuevo, en el Olé tour, con Mick diciendo “chido” y soltando un chiste agudo sobre la manera en que había escapado de Sean Pen que lo quería entrevistar, y aludiendo a los mezcales que me da la impresión ya no se toma, si no cómo diablos iba a tener ese cuerpo fuerte y esbelto y esa capacidad de cantar, saltar y contar durante 120 minutos. El tiempo estaba de nuestro lado, y sigue estando. Nos lo confirman los sobrevivientes del rock de nuestra formación, los que siguen sonando no sólo en el repertorio de la nostalgia sino componiendo nuevas canciones, tomando riesgos. Su presencia convoca relaciones poderosas, que dejaron huella (no sé si en los protagonistas) en nosotros los devotos de sus majestades. Pienso en Marianne Faithful, que fue novia de Jarret, y que cantó “As tears go by”, compuesta por ellos, y quien puso en manos de su novio un libro prohibido en la URSS: Margarita y el profesor, de Bulgakov, donde el diablo visita una cofradía de escritores. Se dice que es el germen de “Simpatía por el diablo”, que no faltó toda llamas y capa roja, aullido y salto, en el espectáculo de este año, el que cerrará en La Habana en los próximos días. (Si aquí estuvimos a dieta de conciertos rockeros, no puedo imaginar cómo vivirán los cubanos este primer concierto).

Ser una entre la multitud, como si hubiera un acuerdo que no necesita consenso, es ceremonia y ritual colectivo, produce simpatía por nuestro tiempo, por esa música que llegó para quedarse, porque entra en el alma y la zarandea, y la enaltece y sí, la hace llorar. Estar allí. Sobran las razones.

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