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Lo peor que nos puede pasar en este momento de encrucijadas para el país, es perder el tiempo y las energías en pleitos inútiles. Repetir la vieja historia de egoísmos, exclusiones, protagonismos y desconfianzas cruzadas que han producido los mayores fracasos de México. Sería un error ensimismarnos en debates plagados de encono sobre lo que cada uno puede y quiere aportar para volver a imaginar el país democrático, justo, igualitario, pacífico y digno que queremos la gran mayoría de los mexicanos.
Por supuesto que quienes tenemos el privilegio de ocupar un lugar en el debate público —político, intelectual o mediático del país—, diferimos en nuestras miradas y tenemos todo el derecho y la obligación de expresarlas. No existe otro modo de construir una democracia que se precie de serlo, que la deliberación libre y el intercambio sincero de ideas y razones. Pero tenemos que guardarnos de no caer en la trampa de la distracción a la que querrían llevarnos los partidarios del status quo, que han inventado la “caja china”.
Insisto en que la única forma de defendernos con éxito de la ofensiva que ha lanzado el Presidente de Estados Unidos es reconociendo y afrontando nuestras propias debilidades. No sólo las económicas, cuya relevancia es indiscutible, sino las políticas y sociales que están en la base de nuestra incapacidad sempiterna para salir adelante. No nos faltan diagnósticos ni propuestas e iniciativas, sino organización, generosidad y empatía para dialogar sin estridencias, cotos cerrados y lugares comunes. Leer lo que dicen las letras —todas las letras— y no interpretar entrelíneas, aceptar los matices y reconocer que la mayor riqueza de la deliberación está, justamente, en que no pensamos lo mismo ni queremos uniformarnos en una sola visión del mundo que nos rodea.
Recupero una vieja metáfora acuñada por Lester W. Milbrath, según la cual la participación ciudadana sucede, con demasiada frecuencia, como las luchas entre gladiadores del Coliseo Romano: un espectáculo organizado por los poderosos para distraer al pueblo de los asuntos esenciales, en el que un pequeño grupo de combatientes ocupa la arena central destrozándose mutuamente, mientras el resto de los asistentes se mantiene en sus butacas, pasando señales a voces y animando a los gladiadores a seguir adelante, hasta que el dedo pulgar del César decide quién ha vencido. En esa metáfora se destaca, sin embargo, que la gran mayoría de la población simplemente no asiste al estadio, porque le importa un comino o porque no puede hacerlo, pues está ocupada en sobrevivir.
En la metáfora de Milbrath cada quien tiene un papel que jugar y, desde luego, los gladiadores son insustituibles. Pero lo que realmente importa está sucediendo al margen de ese espectáculo que, en todo caso, ha sido convocado por el mismísimo César. Algo similar puede estar ocurriendo en nuestro país: los problemas que desafían nuestro futuro no deben confundirse con las embestidas entre los gladiadores, ni con los afanes de éstos por llamar la atención del público y hacerse con la victoria, pues lo fundamental está sucediendo afuera del Coliseo.
En el mundo de la política no es frecuente que se abran ventanas de oportunidad para reflexionar colectivamente sobre las prioridades nacionales, con el sentido de urgencia que hoy recorre el país. Sin embargo, esa ventana podría cerrarse artificialmente si los gladiadores se matan entre ellos, confiando en el triunfo individual sobre el colectivo. De ser así, esa victoria sería falsa y efímera. Por eso hay que salir del estadio, huir del público que grita en las gradas y buscar, con el mayor consenso posible, a quienes no quieren o no pueden participar de la cosa pública. No formamos una asamblea griega, sino una república popular.
Investigador del CIDE