Me horroriza la sola idea de que haya jóvenes dispuestos a matar e inmolarse mientras lo hacen en nombre del amor que profesan a Dios. No imagino una conducta más precisa para describir el egoísmo absoluto. Un egoísmo deformado por la religión —que es en realidad una ideología y, por tanto, una forma de dominación— hasta el punto de llevar a creer a esos jóvenes que Dios les acogerá con tanta bondad, como el daño que hayan logrado causar.

Ese egoísmo absoluto es incluso más grave que el llamado mal radical que, en su momento, se planteó tras el Holocausto. Este último —el mal radical— también parte del sometimiento y de la destrucción de los otros: de los diferentes y de los que no se avienen a la ideología impuesta. Es terrible, porque en casos extremos los dominados ni siquiera pueden aspirar a rendirse, pues aun sometidos seguirán siendo distintos; para ellos no hay tregua posible, mientras que para los seguidores de la ideología destructiva causar daño puede volverse parte de una rutina: algo que se hace en nombre del más estricto cumplimiento del deber y de la obediencia.

El egoísmo absoluto que advierto en los jóvenes que deciden perder la vida matando a otros aspira, en cambio, a la trascendencia. Está más allá de este mundo y por eso, no puede combatirse con armas. Esos jóvenes creen en la trasmutación de los cuerpos que, destruyendo a otras personas, se convierten en almas puras y llegan a disfrutar de los placeres que les esperan en algún otro sitio. Matan y se matan porque confían en esa trasmutación.

No son héroes que entregan su vida por los demás, confiando en que su muerte hará mejor la convivencia futura entre quienes sigan viviendo. No son burócratas de la obediencia al más fuerte, creyendo o no que el más fuerte garantizará una vida mejor para sus semejantes —en el sentido literal de este término: semejantes, no diferentes—, ni tampoco son fanáticos de una ideología política que reclama eliminar a los enemigos para establecer un mundo mejor. Son individuos creyentes que quieren tomar la ruta más corta hacia Dios. Piensan en sí mismos y piensan en su bienestar absoluto.

Repito que eso no se puede combatir con las armas. Conozco versiones menos definitivas de ideologías religiosas que también pretenden usar a Dios para su beneficio egoísta. Y no estoy hablando de musulmanes. He visto personas cristianas que tienen a Dios como una suerte de empleado. Creen con sinceridad en la bondad de su Dios pero la asumen en función de sus intereses: es el Dios que les dará dinero y ocupación, que resolverá sus problemas y que someterá a sus enemigos. En el extremo, creen también en un Dios sicario: en el más poderoso instrumento para eliminar a quienes los desafían. Y por supuesto, en el Dios que les perdonará y les acogerá siempre, más allá del daño que causen a los demás.

El proceso de civilización —como lo vio Norbert Elias— consiste en atemperar los impulsos primarios en nombre de la convivencia. Es más civilizado quien ha conseguido controlar sus propios impulsos para hacer más amable y llevadera la relación con los otros. ¿Pero cómo civilizar a quienes no tienen la más mínima aspiración de convivir con los otros, sino únicamente con Dios? Comprendo que se trata de una contradicción, pues sus creencias no vinieron sino de otros. Pero ellos no piensan lo mismo: Dios les habla directamente a través de los textos que dejó escritos y mediante las personas que los interpretan. Fanatizados, no consiguen entender que los exégetas y los líderes religiosos son también seres humanos.

Finalmente ha comenzado el siglo XXI. Y percibo con horror que habrá nacido como una batalla imposible entre el egoísmo absoluto y el mal radical de quienes se han propuesto combatirlo violentamente. Que Dios nos proteja de sí mismo.

Investigador del CIDE

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