“Las diferentes teorías económicas estimulan el poder, o la pérdida de poder, de distintos grupos políticos y económicos de electores”. “Las diferentes teorías disponibles nos indican cuáles son las reglas o normas por las que hemos de regirnos, qué políticas hay que aplicar, y cómo diseñar las instituciones, ofreciendo distintos beneficios a los distintos grupos”. Es parte de lo que Mark Blyth señala en su libro, Austeridad, Historia de una Idea Peligrosa.

Además, no debemos olvidar algo sustancial, el poder es un exceso, le otorga capacidades por encima del promedio a quien lo detenta, por ello se debe ser cuidadoso con la aceptación de las teorías, particularmente cuando se vuelven dogmas inamovibles. Todo cambia, y con ello la validez de lo que un día se aceptó como lo correcto.

En su obra Blyth pone en claro que toda teoría económica termina por favorecer a un grupo de interés, básicamente al colocarlo como el principal motor del crecimiento y desarrollo.

Una situación similar sucede para el caso del comercio internacional. La apertura sin restricciones ha sido propicia para las naciones con capacidades productivas y financieras más elevadas, pero sobre todo ha beneficiado a aquellas que tienen una visión estratégica que va más allá del corto plazo y que han dedicado parte de su esfuerzo a desarrollar teorías que luego son adoptadas por una periferia acrítica o sumergida en crisis recurrentes.

Se debe ser claro, los países diseñan sus instituciones de acuerdo a una teoría, sean conscientes o no de ello, lo quieran o no. Las instituciones son el resultado de la confianza que los liderazgos políticos tienen respecto a una teoría, y que implementan para toda la sociedad. Su principal desafío es que la población las acepte, las tome como suyas, que norme su actuar bajo las leyes y reglas que de ellas se derivan.

Pero ¿Qué sucede cuando las instituciones son producto de crisis recurrentes? Esto es particularmente relevante para el caso de la economía mexicana.

Cuando la construcción de nuevas instituciones es producto de una crisis, quienes rediseñan el marco legal quedan sujetos a las presiones de la coyuntura, y de la influencia externa de organismos internacionales, muchos de los cuales diseñan las teorías e instituciones que consideran más adecuadas para sus intereses.

Esto es igualmente válido para el caso de las instituciones económicas, así como de los funcionarios que les dan vida, son el resultado de la aplicación de una teoría económica, y por lo tanto de las relaciones de poder que de ahí se derivan.

El actual modelo económico de México es el producto terminado del cambio implementado desde los años 80, bajo una lógica de apertura comercial que ya no es válida. Hoy los países más desarrollados utilizan el comercio internacional como mecanismo para impulsar su producción y empleo interno, no se ve al sector exportador aislado de su industria, por el contrario forma parte de una integración total.

China lo comprende muy bien, como en su momento histórico lo hicieron Gran Bretaña, Estados Unidos, Japón y Alemania, por citar algunos ejemplos.

México no lo hizo, confío en que exportar importaciones sería suficiente para salir adelante, y se equivocó. Hoy, nuestro país es actor en las exportaciones globales, pero de maquila, el valor agregado y el contenido nacional de las mismas es escaso.

El error se encuentra en que no se desarrollaron las capacidades de innovación, educación, financiamiento, logística, infraestructura y progreso tecnológico adecuados para la globalización de la economía. La mayor parte de las empresas nacionales no estaban preparadas.

Todavía se puede enmendar el camino, pero para ello el sector público debe apostar por un gran pacto productivo con el sector privado y con el educativo. Para cambiar la historia se debe modificar el marco institucional, y junto con ello la visión del México que queremos construir.

Director del Instituto para el Desarrollo Industrial y el Crecimiento Económico

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