El hombre desciende en su auto por una cuesta inclinada. La carretera, solitaria de noche, sigue el trazo de una cañada, dejada allí por aguas antiguas de las que no queda registro. De día los cerros se aprecian cargados de una vegetación verde cenizo, compacta y huraña, pero a esas horas sólo se adivinan los macizos de sombra, inmensos como gigantes dormidos.

Con cada giro, el hombre siente las fuerzas del descenso acentuarse. Va escuchando una música vital y líquida, y lleva la cabeza en blanco. Tras una curva cerrada, las llantas del auto pierden tracción y se deslizan: la bestia mecánica da primero vueltas sobre su eje, luego gira en el viento.

De regreso a su orden, la noche se pacifica. El hombre, consciente a pesar de la sangre que lo empapa como un reguero de hormigas, yace tirado en el pavimento. Su única sorpresa es que no tiene miedo. Desde el auto arrugado, a una decena de metros, fluye sin estorbos la música, y atrás de ésta se adivina un silencio perfecto. El hombre mira al cielo e irreprimiblemente se maravilla al descubrir, cortado por las cuestas de la cañada, un río de estrellas; sospecha que, contrario a él, ese río será eterno.

Sólo entonces comprende va a morir. Mientras mira al cielo, lo llena y nutre la certeza de que ninguna de las cosas que con él dejarán de existir importa, de que nada importó nunca. Y una paz, una paz profunda, lo invade: acaba de descubrir, sin angustia ni resentimientos ni deudas, que es sólo un hombre más que se apaga.

@caldodeiguana

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