Durante decenios, en un rellano de la vieja carretera a Cuernavaca, cerca de Huitzilac, había 14 cruces. No señalaban el lugar de un accidente fatídico de un camión acaso Flecha Roja, sino que rememoraban al general Francisco R. Serrano y 13 de sus colaboradores que fueron ajusticiados allí el 3 de octubre de 1927.

Cuando el general Ignacio Richkarday, secretario del secretario de Guerra Joaquín Amaro en el gobierno del presidente Plutarco Elías Calles, le preguntó al coronel Hilario Marroquín por qué los había matado en la forma en que lo hizo, respondió: “Fox me dijo que los fusilara con todas las de la ley, pero como eso era muy tardado y se estaba haciendo de noche, pensé que era mejor así para acabar más pronto y evitar que se me escaparan”.

Su destino se había decidido en la recámara de la emperatriz Carlota, donde, según refiere Pedro Castro, el candidato a la Presidencia de la República, el general Álvaro Obregón, le preguntó al presidente Calles aquel miércoles de octubre: “¿Para qué traerlos a México —dijo levantando los hombros— si de todos modos se ha de acabar con ellos? Es preferible ejecutarlos en el camino”.

Entre quienes se encontraban con el general Serrano en Cuernavaca para celebrar su santo o, según Obregón y Calles, para consumar una conspiración, se hallaba Francisco Javier Santamaría, que narró su huída en La tragedia de Cuernavaca en 1927 y mi escapatoria célebre, y en 1947 se convirtió en gobernador de Tabasco. En 1959 publicó un libro imprescindible: Diccionario de mejicanismos.

La noticia de la muerte del general Serrano se publicó también en periódicos de España. Bruce-Novoa ha escrito que “Serrano era conocido en España, pues había pasado por Madrid en 1925. La prensa lo había recibido bien, sobre todo cuando el general elogió, quizá exageradamente, la calidad y potencia de la Fuerza Aérea Española. Con el asesinato, los periódicos recordaron al simpático general y sacaron su foto del archivo”.

Había sido Álvaro Obregón quien había propiciado ese viaje de su amigo de Huatabampo, cuya hermana Amalia era esposa de Lamberto, el hermano mayor de Obregón, porque creía que debía prepararse en Europa para poder ser el sucesor de Calles en la Presidencia. Sin embargo, cuando el caudillo empezó a contemplar la posibilidad de volver a ser Presidente comentó, según el general Ríos Zertuche, que el general Serrano no era después de todo el indicado para suceder al general Calles y que lo había enviado a Europa para quitarle sus vicios, pero que había regresado con otros nuevos.

Entre los que leyeron la noticia del asesinato del general Serrano se hallaba Martín Luis Guzmán, que vivía su segundo exilio en Madrid y que le confesó a Emmanuel Carballo que “estaba escribiendo la primera parte de una trilogía novelística que pintaría la Revolución convertida en régimen de gobierno. La primera parte se encararía con la etapa de Carranza, la segunda con la de Obregón y la última con la de Calles. Llegaron a Madrid, por esos días, los periódicos mexicanos que relataban la muerte del general Serrano; esos mismos periódicos insertaban las 12 o 13 esquelas —no recuerdo— de los hombres sacrificados en Huitzilac. De pronto me vino la visión de cómo esos acontecimientos podían constituir el momento culminante de la segunda de las novelas. Abandoné mi trabajo y con verdadera fiebre me puse a escribir La sombra del Caudillo, arrebatado por la emoción.

Como El águila y la serpiente, Martín Luis Guzmán publicó La sombra del Caudillo por entregas en los periódicos La Prensa de San Antonio, La Opinión de Los Angeles y El Universal de México. Sostenía que su novela “cuenta dos dramas de la política nacional: el que desemboca en el movimiento delahuertista y el que concluye con la muerte de Francisco Serrano”. Ciertos protagonistas se reconocieron en algún personaje y reconocieron a otros personajes. “Cuando llegaron a México los primeros ejemplares de La sombra del Caudillo”, recordaba Guzmán, “el general Calles se puso frenético y quiso dar la orden de que la novela no circulara en nuestro país. Genaro Estrada intervino... e hizo ver al Jefe Máximo de la Revolución que aquello era una atrocidad y un error... El gobierno y los representantes de Espasa-Calpe —editorial que publicó la obra—, a quienes se amenazó con cerrarles su agencia en México, llegaron a una transacción: no se expulsaría del país a los representantes de la editorial española, pero Espasa-Calpe se comprometía a no publicar, en lo sucesivo, ningún libro mío cuyo asunto fuera posterior a 1910”.

Más que el discreto monumento que se construyó donde estaban las cruces que señalaban el lugar del crimen, la memoria del general Francisco R. Serrano parece perdurar en la novela de Martín Luis Guzmán, con el que acaso no simpatizaba.

Pedro Castro refiere que para foguearlo en las tareas políticas del momento, cuando se pensaba en él como su sucesor, Calles lo nombró secretario de Gobernación, pero Serrano declinó: aceptarlo en las circunstancias del país —en plena persecución religiosa— le significaba la amenaza de verse comprometido en tareas de represión contrarias a sus convicciones”.

Menos de un año después del asesinato del general Serrano, un fanático católico disparó su pistola Star, nueva, calibre .35 para matar al presidente electo Álvaro Obregón en el restaurante campestre La Bombilla, donde, se sabe, Enrique Aragón diseñó un mausoleo llamativo en el que, durante años, se exhibió la parte del brazo que había perdido en Santa Ana del Conde que, según una leyenda, se rescató de una casa de mala nota en la avenida Insurgentes del entonces Distrito Federal.

Continuará

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