Luego de ser nombrado oficial, el teniente Giovanni Drogo, el personaje de El desierto de los tártaros, de Dino Buzzati, fue destinado a la Fortaleza Bastiani. El camino a caballo lo condujo a comprender que se encontraba más lejos de lo que había sospechado, aunque tardó en entender que, como se lo dijo el capitán Ortiz, se trataba de una frontera muerta, de una frontera que no preocupaba, delante de la cual había un desierto de piedras y tierra seca al que llamaban el desierto de los tártaros, a pesar de que quizá sólo antiguamente habían existido tártaros en él, de que se tratara de una leyenda. “El formalismo militar en aquella fortaleza parecía haber creado una inmensa obra maestra. Centenares de hombres custodiando un desfiladero por el que nadie pasaría”.

Thomas de Quincey refiere en La rebelión de los tártaros, obsesivamente traducida por Salvador Elizondo, la historia de la peregrinación aciaga de cientos de miles de kalmuks hacia China instigados por un príncipe , Zebek Darchi, para vengarse del Gabinete Ruso por haber menospreciado sus pretensiones al trono, contra su amable rival Ubacha, hijo del Khan anterior, por haberlo suplantado, contra todos los nobles que lo trataron con indiferencia o sospechaban que lo dominaba un carácter pérfido. Dorchi convenció a 80 mil representantes kalmuks de la opresión que sufrían de Rusia, que con su orgullo altivo los desdeñaba, menospreciaba su religión y estaba determinada a reducirlos a la esclavitud absoluta. En un oráculo solemnemente emitido en Lhasa por el Dalai Lama del Tibet no se auguraba ninguna prosperidad a ese gran éxodo si no se emprendía en los años del Tigre y de la Liebre, por lo que el 5 de enero del año cristiano de 1771, que correspondía al año del Tigre, “los kalmuks de la ribera oriental del Volga fueron vistos al amanecer reuniéndose en tropa y escuadrones con la agitación tumultuosa de una gran mañana de batalla. Decenas de miles continuaban poniéndose en marcha a intervalos de media hora. Mujeres y niños hasta un número de 200 mil o más fueron cargados en carretas o en camellos que se alejaban en masas de 20 mil a la vez”.

Como lo advertía Salvador Elizondo, con el carácter esencial de lo que en literatura se entiende por prosa y “una relación de velocidades, sostenidas y reguladas, ni más bajas ni más altas de lo que una prosodia natural reclama para tener un ritmo, un desarrollo y una conclusión perfectos”, Thomas de Quincey rememora ese peregrinaje agónico de los kalmuks, perseguidos por el ejército de la zarina, atacados por los cosacos, enfrentados a los ríos centrales de Asia, al clima, recorriendo las sabanas ocreaceas, la geografía misteriosa de estepas sin caminos, desfiladeros y ocasionalmente desiertos, padeciendo la falta de leche para los niños porque las ovejas morían al por mayor, sobreponiéndose a marchas interminables, “y ya divisaban las grandes sombras que arroja la Muralla China cuando el frenesí y el encarnizamiento de los perseguidores y la sangrienta desesperación de los desgraciados fugitivos llegaron a sus últimos extremos”.

En Saalburg, cerca de Francfort del Meno, puede verse una empalizada de madera que reproduce aquella que formaba el Limes Germanicus con la que los romanos pretendían marcar las fronteras del imperio. En Las invasiones, Lucien Musset sostiene que en escasas ocasiones se puede indagar el origen de las migraciones de los diversos pueblos, “el juego de interacciones es tan complejo que pocas veces es posible decir quién es el primer responsable de cada movimiento. La oleada de los siglos IV y V hizo avanzar sobre todo a germanos; pero los turcos (los hunos) desempeñaron un papel decisivo en su desencadenamiento; también se mezclaron en ella iranios (los alanos) y celtas (los escotos). La del siglo VI impulsó hacia el oeste, indistintamente, a germanos (los lombardos), asiáticos (los ávaros) y una masa de eslavos. La del siglo IX concierne —aunque en zonas a menudo separadas— a escandinavos, árabes, bereberes, ugrofineses, turcos...”. También la fundación de Tenochtitlan, se sabe, fue el fin de una peregrinación.

Desde el Génesis, el éxodo también ha sido un destino. Como una manifestación de la trama divina, Jesús de Nazareth no dejó de sufrir persecuciones ni de recorrer caminos, pueblos y ciudades. Odiseo y Marco Polo fatigaron errancias mitológicas y legendarias.

W. G. Sebald fue un emigrado que comprendió que la emigración puede ser asimismo un devenir personal. Quizá cada hombre va trazando, a veces sin advertirlo, su propio exilio. Algunos huyendo de guerras que no siempre les pertenecen, otros en busca del futuro, no pocos perseguidos por ideas. Muchos emigran voluntariamente, en ocasiones incitados por el deseo, a otros países, a otras ciudades, a otros pueblos, casi todos suelen errar dentro de un pueblo o de una ciudad, de un barrio a otro o dentro de un mismo barrio, y acaso aquellos que permanecen en el mismo lugar se crean un exilio interior.

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