A pesar de haber padecido una enfermedad reumática de la que no se repuso del todo, Johann Ludwig Tieck no dejaba de moverse, de recorrer ciudades, de crear novelas y cuentos inquietantes, de indagar en la cultura popular alemana, de concebir obras de teatro, pero, sobre todo, era un lector compulsivo, lo cual derivaba con frecuencia en un deseo por traducir los libros que admiraba. Desde su niñez, vivía del teatro y de la ficción de los libros. Había demostrado ser un actor hábil, efectivo e ingenioso para improvisar, con una figura esbelta, rasgos nobles y expresivos, una voz sonora y flexible, lo cual acaso contribuyó para que se convirtiera en un conferencista reconocido. En El alma romántica y el sueño, Albert Béguin advertía que desconocía la realidad del mundo exterior. “Todo se transforma”, sostenía Tieck, “nada permanece; si somos, es sólo porque cambiamos de manera constante, y no podemos comprender cómo una existencia inmutable podría seguir llamándose existencia”.

Entre los libros que imaginaba, había una biblioteca que había imaginado, quizá en Toledo, un hombre imaginario: Cide Hamete Benengeli. En esa biblioteca entre Los cuatro de Amadis de Gaula, el Amadis de Grecia, Don Olivante de Laura, El Caballero de la Cruz, Espejo de caballerías y otros libros de caballería, se hallaba La Galatea, un libro de Miguel de Cervantes, al que el cura de algún lugar de La Mancha considera “más versado en desdichas que en versos, su libro tiene algo de buena invención; propone algo, y no concluye nada: es menester esperar la segunda parte que promete; quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega”.

El libro en el que está contenida esa biblioteca resulta mucho menos leído de lo que suele sospecharse; se le conoce comúnmente como el Quijote y Ludwig Tieck lo leyó en el Gymnasium, el bachillerato alemán, en la traducción abreviada de Bertuch. En la Universidad de Göttingen, donde empieza a escribir su novela Historia del señor William Lovell, emprendió el aprendizaje del español para poder leerlo en el original. En Jena, dedicó tres años, de 1798 a 1801, a traducir ese libro por el que profesaba algo parecido a una devoción. “Todavía no dominaba el español”, refiere Marianne Oeste de Bopp, “lo que causó varios errores de interpretación, pero por su talento innato para traducir, fiel al sentido, al tono y al ambiente, su seguridad genial y sublime gracia del idioma, logró una obra maestra de la literatura de traducciones al alemán, que tanto debe al romanticismo”.

Cuatro tomitos encuadernados en tela color naranja de una edición de la traducción del Quijote de Tieck fueron elegidos por Thomas Mann para que lo acompañaran como lectura durante su primer viaje trasatlántico de nueve o 10 días, en mayo de 1934, en el barco de bandera holandesa Volendam desde Bolougne-Maritime a Nueva Amsterdam. Ignoraba las razones por las cuales suele creerse que las lecturas de viaje importan un género con reminiscencias de inferioridad. La llamada lectura de entretenimiento le parecía tediosa y no entendía el móvil por el cual “precisamente en una ocasión tan seriamente festiva como la que representa un viaje, habría que rebajarse de la propias costumbres intelectuales y entregarse a la zafiedad”. Sostenía que le tenía respeto a su empresa, por lo que “es justo y adecuado que respete la lectura que ha de acompañarnos. El Quijote es un libro universal. Es precisamente lo apropiado para un viaje así. Escribirlo fue una audaz aventura, y la aventura receptiva que significa leerlo es pareja a las circunstancias”.
Como su traductor Ludwig Tieck, Don Quijote es esencialmente un lector; son sus lecturas las que propician su empresa ilusoria que termina por convertirlo en el personaje de un libro que asimismo lee. El lector Thomas Mann creía que las circunstancias en las que se ensaya una lectura también la conforman. El diario de su lectura del Quijote se entrecruza con el devenir cotidiano de la travesía en un barco con no muchos pasajeros, con pensamientos repentinos y fugaces, con ideas derivadas libremente de esa lectura.

Desde noviembre de 1934, Thomas Mann publicó por entregas su diario de viaje en el periódico Neue Zürcher Zeitung de Suiza, donde vivía exiliado, con el título de Travesía marítima con Don Quijote. Sin embargo, Erwin Koppen descubrió que ese diario tenía algo de apócrifo, pues en los diarios de Mann que se editaron en 1977 se anota que había leído el Quijote en marzo, un par de meses antes de su viaje a los Estados Unidos, durante el cual la lectura de Cervantes sólo lo acompañó los primeros tres días porque después se dedicó a la de Agathon de Wieland y a la de Asno de oro de Apuleyo. Puede inferirse que el último sueño que tuvo a bordo del Volendam quizá también importa un ardid literario: “He soñado con Don Quijote; era él en persona, y yo hablaba con él. Lo mismo que la realidad al presentársenos, se distingue, sin duda, de la representación que de ella nos habíamos hecho, Don Quijote tenía otro aspecto que el de las ilustraciones. Llevaba un bigote grueso y enmarañado, una frente amplia y huída, y, bajo cejas asimismo enmarañadas, unos ojos grises, casi ciegos. No se llamaba el Caballero de los Leones, sino Zaratustra”.

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