Recuerdo que, allá por el año de 1994, en plena devaluación de nuestra moneda, y ante el levantamiento del EZLN, los periodistas preguntaban al entonces presidente del aún incipiente Tribunal Federal Electoral, Fernando Franco, qué opinaba respecto al fortalecimiento de los órganos electorales como el que él presidía en aquel entonces.

Palabras más, palabras menos, respondió que lo mejor para una democracia era que la tendencia no fuese robustecer estas instituciones, sino que su papel fuera cada vez menos necesario y oneroso, como resultado de una mayor confianza ciudadana en las dinámicas electorales, lo que se traduciría en una madurez de nuestro sistema electoral.

A más de veinte años, y nuevamente en un contexto de crisis económica vemos que, a diferencia de ese panorama, no sólo se han impulsado reformas para otorgarles más atribuciones a las instituciones electorales, sino se ha incrementado el recurso público destinado a las mismas, así como a los partidos.

Sin demerito de reconocer las medidas de austeridad que recién difundió el INE, tan sólo para este año este órgano autónomo tiene aprobado un presupuesto para el ejercicio fiscal 2017 de 10 mil 932 millones 449 mil 787 pesos, mientras que los partidos tienen aprobado un financiamiento público de 4 mil 138 millones 727 mil 87.

Si bien el INE se ha comprometido en ampliar las medidas de austeridad ante el contexto económico que estamos atravesando, y que los partidos ya valoran reducciones económicas en ambas cámaras, ello no resuelve el problema de fondo: Hemos sobredimensionado el tema electoral en México, lo que ha convertido la agenda legislativa en un espacio en donde las reglas de competencia electoral y acceso al poder se han superpuesto a la agenda social.

Esa visión se ve reflejada en la planeación y ejecución del presupuesto público: La prioridad de gasto se dirige a todo aquello que garantice la exposición pública de los gobiernos en turno (gastos en comunicación y propaganda), así como a toda política que tenga visibilidad pública. En consecuencia, todo recurso público del Estado que tenga un mínimo de rentabilidad electoral, no se escatima.

El INE, por su parte, con el exceso de atribuciones que le dejó la reforma de 2014, ha incrementado su gasto y personal para llevar a cabo sus nuevas funciones. Los partidos han visto crecer su financiamiento público de la misma forma, sin querer alterar dicho esquema, so pretexto que incrementar los recursos privados podría abrir la puerta del financiamiento ilícito en las campañas.

El Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación también ha incrementado sus recursos para la impartición de justicia electoral, y contempla la creación de dos salas regionales.

Si bien estas instituciones han sido necesarias es evidente que la coyuntura que justificó su nacimiento y expansión cambió, por lo que debieran surgir propuestas que abonen en el camino de su compactación y adecuación presupuestal, de acuerdo a sus cargas de trabajo y coyuntura, y no sólo por su simple existencia, como sucede con los órganos electorales locales.

Este entramado electoral que hemos construido debe empezar a contraerse, ya que el contexto cambió: no serán las urnas quienes regresen la confianza a la ciudadanía, sino políticas públicas que tengan como eje central las necesidades de una sociedad que hoy se siente marginada por sus representantes.

En contraparte, vemos como a proyectos de gran envergadura como el Sistema Nacional Anticorrupción, que sí responde a una demanda social, no se le destinan recursos específicos en 2017.

Urge que el Legislativo retome los grandes pendientes que tiene en materia social, como lo son las leyes específicas para combatir la desaparición forzada, la tortura o la trata de personas, incluidas las reformas al modelo de Seguridad Pública que requiere México, discusiones que siguen estancadas en nuestras instancias legislativas.

Esperemos que bajo ningún supuesto surja la permanente tentación de colocar nuevamente lo electoral a debate dada la cercanía y complejidad de 2018. Si esto sucede, no habremos aprendido nada, y estaremos destinados a reproducir nuestros errores, con la salvedad que el descrédito de la política agotó la tolerancia social.

Las crisis en la historia rompen paradigmas. La crisis económica en nuestro país quizá brinde a la clase política la posibilidad de reconciliarse con los ciudadanos, y a los ciudadanos la oportunidad de que asumamos la responsabilidad que nuestra calidad nos impone: los gobiernos no se mejoran por inercia, exigen nuestra participación.

Quizá con ello logremos devolver a la democracia los atributos de su nacimiento, que la posicione en el ideal de gobierno que fue, y que hoy parece estar en peligro de extinción por el colapso de la confianza, como nos advirtió, hace varios años, el sociólogo polaco Zygmunt Bauman. Aún estamos a tiempo.

Analista.

@Biarritz3

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