Cuando su nombre salía en alguna conversación, la calificación en automático era que se trataba de uno de los hombres más inteligentes de México. A pesar de haber ocupado cuatro puestos de gabinete con distintos presidentes, una curul en el Senado, la Secretaría General de la UNAM y la dirección de uno de los bancos más grandes del país, no recuerdo una sola ocasión en que el hombre llevara prisa. Tenía una virtud que ya se observa poco: reflexionaba a fondo los temas, conversaba con quienes encarnaban los puntos de vista más opuestos sobre algún asunto y después, sólo después, tomaba las decisiones y ponía en práctica sus ideas. Quizá fuese por aplicar ese método que todo mundo decía y con razón, que Fernando Solana era uno de los hombres más inteligentes del país. Lo extrañaríamos menos si el método Solana se aplicara con más frecuencia en las tareas de liderazgo de este país.

En su paso por la Cancillería mexicana, tuve el gusto y el honor de conocer y trabajar con Fernando. Era un magnífico jefe porque nunca le hacía sentir a uno que fuese el jefe. Esa actitud permitía que cada quien pudiera expresar sus ideas y sus opiniones con entera libertad, usando el lenguaje que fuese y sobre todo, sin la presencia paralizante de la sombra superflua de la autoridad. Hay muchos que piensan y siguen pensando que el cargo hace grande a los hombres. Solana pensaba que la actuación en el puesto era lo que hacía grande al hombre y en una de esas hasta al puesto mismo. Aceptaba cualquier comentario o crítica, incluso de orden personal, con un sólo requisito: que fuese inteligente y estuviese bien argumentada.

En Relaciones Exteriores se le recuerda por ser el único Canciller que sostenía reuniones periódicas con los cuadros más bajos de la diplomacia, normalmente los más jóvenes, segundos o terceros secretarios del servicio exterior. De ellos tomaba una visión fresca y podía medir la verdadera opinión que se tenía de sus colaboradores más cercanos. Con frecuente ironía y gran suavidad, sacaba lo mejor de cada quien.

Tenía la rara virtud de poder comunicarse y generar confianza con cualquier actor de la política nacional, independientemente de su ideología o su extracción partidista. Lo respetaban y lo escuchaban los personajes más dispares. Después de años de amistad con él descubrí que su secreto era estar genuinamente interesado en las opiniones de los otros, su gran curiosidad intelectual y sobre todo, algo todavía más escaso en nuestros días: establecía una distinción exacta entre lo que él consideraba un buen mexicano y un mal mexicano. Sabía que podía discrepar hasta lo más hondo con algún pensador o algún funcionario; eso es lo más normal en la política. Pero medía a la gente en función de las intenciones que tuviesen hacia el bienestar y la promoción de los intereses del país. A muy pocos he conocido que quisieran y se desvelaran tanto por México. Me hubiera gustado apenas ayer, cuando todavía estaba vivo, decirle que en su tabla de calificaciones siempre me pareció un buen mexicano, de hecho, uno de los mejores. Sé que le habría dado mucha felicidad escucharlo antes de su partida.

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