Javier Duarte encabezó toda una red de corrupción en Veracruz. Investigaciones periodísticas y las de la propia Entidad Superior de Fiscalización de Veracruz arroja la existencia de por lo menos 73 contratos públicos falsos. El monto de las irregularidades asciende a la friolera de más de 35 mil millones de pesos. Un desvío criminal, sobre todo considerando que 58% de la población del estado vive en pobreza, de ellos más de un millón trescientas mil personas están en condiciones de pobreza extrema. La Procuraduría General de la República lo investiga por enriquecimiento ilícito y por peculado.

Ante la inminente aprobación del Sistema Nacional Anticorrupción (SNA) el verano pasado, el cual representaba varias amenazas para la administración de Duarte, el gobernador instruyó (esa es la palabra correcta) al Congreso local a procesar iniciativas para implementación de dicho sistema a nivel local, con el fin de nombrar fiscal anticorrupción y magistrados del Tribunal de Justicia Administrativa, antes de que las leyes generales que se procesaban en ese momento fueran promulgadas. Quiso adelantárseles para dejar un blindaje a su administración tachada por excesos. Lo hubiera logrado si la PGR no hubiese interpuesto una acción de inconstitucionalidad ante la Suprema Corte de Justicia, misma que resultó exitosa.

El caso Duarte, el de Borge y de los muchos otros gobernadores que incurrieron en abusos, muestran el tamaño del reto que implica la implementación de los sistemas anticorrupción a nivel estatal. Y lo difícil que será que éstos se naturalicen cuando no existe el contexto propicio para ello. Para funcionar adecuadamente, el modelo anticorrupción adoptado requiere de por lo menos tres condiciones. La primera es un margen de autonomía razonable de los titulares de los órganos que habrán de desempeñar funciones anticorrupción. Justamente lo que Duarte y Borge quisieron impedir con leyes y nombramientos a modo.

Lo segundo son capacidades institucionales suficientes para que cada entidad dentro del SNA realice sus funciones de manera adecuada. No sirve dotarlas de mayores atribuciones, si no tienen los medios materiales y humanos para ejercitarlas. Salvo contadas excepciones, la debilidad de las instituciones con funciones anticorrupción son patentes. Por un descuido deliberado, por falta de recursos o de desarrollo de un servicio profesional de carrera, las contralorías, los órganos superiores de fiscalización, las procuradurías, están en el subdesarrollo. Dotarlas de capacidades básicas, se antoja una tarea ingente.

Un tercer elemento son los actores no gubernamentales. Me refiero a organizaciones empresariales, a medios de comunicación, organizaciones de sociedad civil y universidades, cuya participación ha sido definitoria del rumbo que ha tomado la discusión sobre el tema en el país. Este tercer elemento es clave para aterrizajes exitosos en el ámbito de los estados. Sin embargo, es un rasgo de subdesarrollo político encontrar que los estados con más debilidad institucional, son también los que registran poca densidad y participación de organizaciones no gubernamentales. Un círculo vicioso que tiende a perpetuarse.

Lo cierto es que el aterrizaje de los sistemas locales será sumamente complicado. La propensión de algunas élites políticas locales es a la protección de sus redes de corrupción e impunidad. Como mostraron los Duarte y Borge, el SNA amenaza, por ello quisieron adelantársele. Ese acto reflejo lo veremos replicado en otras entidades con otros gobernadores. Y si el SNA no funciona para detener el abuso de gobernadores, no le servirá a México. Por eso es tan importante acompañar y vigilar estos procesos. Al parecer, los gobernadores necesitan del hermano mayor. La pregunta es si el    Ejecutivo federal estará dispuesto a asumir ese rol.

Directora de México Evalúa.
Twitter: @EdnaJaime

@MexEvalua

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