En los últimos años poco se ha hablado de los mexicanos que pierden la vida en el desierto en su intento por ingresar de manera ilegal a Estados Unidos. Pero en una revisión realizada por EL UNIVERSAL, los casos siguen presentándose casi de manera similar a las elevadas cifras que se daban a finales del siglo pasado y principios del actual. Arizona se ha convertido —literalmente— en la tumba de cerca de un millar de mexicanos de 2010 a 2015.

Blanco de diversos riesgos, desde asaltos y engaños de traficantes hasta la mortífera temperatura del desierto, los inmigrantes siguen saliendo de sus lugares de origen por las causas conocidas: falta de trabajo, pobreza, en busca de mejores oportunidades… y lo hacen pagándole miles de pesos a coyotes que no dudan en abandonarlos a su suerte si surge algún imprevisto en la travesía.

En los últimos 16 años prácticamente nada ha cambiado para quienes ingresan de manera indocumentada a Estados Unidos. Los abusos, riesgos y vejaciones se mantienen, sin que los gobiernos de ambos países hayan podido ofrecer en este lapso un trato digno a quienes se arriesgan a llegar al país del norte.

En Estados Unidos, si los migrantes logran cruzar, pero son arrestados, tienen que enfrentar el hacinamiento en los centros de detención o, si tienen mala suerte, el trato poco digno que ofrece el alguacil de Maricopa, Joe Arpaio, en las cárceles que ha montado en el desierto de Arizona. Los deportados son enviados a la frontera mexicana, donde usualmente deambulan sin recursos para regresar al terruño o para intentar un nuevo ingreso.

En México, la travesía que migrantes nacionales y centroamericanos hacen por el país se da en un clima de indefensión que los vuelve presa fácil de bandas del crimen organizado, las cuales se convierten en un eslabón más de la cadena de extorsión o reclutan a los más jóvenes para sumarlos a sus filas o, peor, asesinan a quienes no aceptan sus condiciones.

Los migrantes, en suma, quedan a la deriva.

Quienes llegan a suelo estadounidense y logran establecerse apoyados por familiares o conocidos, tampoco pueden afirmar que tienen resuelta su seguridad: se convierten en ciudadanos de segunda clase a pesar de que con su trabajo contribuyen al desarrollo de la economía de Estados Unidos, las esperanzas de legalización para los millones de indocumentados se tornan difíciles de concretar y la amenaza de posibles gobiernos extremistas (léase Donald Trump) es cada vez más inminente.

Los años pasan y las historias y el escenario para los migrantes es el mismo… ¿un drama sin final?

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