América Latina es una región pujante en el contexto global, rica en recursos naturales y humanos. Sin embargo, esta porción del continente afronta el enorme reto de acabar con un mal que en buena parte es responsable del rezago económico y democrático, y del subdesarrollo y violencia que se vive en algunos países de la región: la corrupción.

Y por corrupción hemos de entender el conjunto de prácticas —reflejo de la descomposición que ha permeado casi todos los sectores— cuasi comunes en todo nivel social, empresarial y gubernamental, tales como lavado de dinero, sobornos, tráfico de influencias, defraudación tributaria, asociación ilícita, cohecho, enriquecimiento ilícito, peculado, malversación de fondos y abuso de poder, entre otras, mismas que exhiben variadas modalidades de la delincuencia común, el crimen organizado y las mafias de “cuello blanco”, que además del daño económico que provocan, en los casos de gobernantes o empresarios, merman la credibilidad de las instituciones y en ocasiones han puesto en crisis a los sistemas de gobierno, como lo vimos en meses recientes en Guatemala y como puede observarse por estos días en Brasil.

Afortunadamente, desde hace algunos años, en casi todos los países de América Latina ha venido ganando terreno el paradigma del combate a la corrupción. Esto ha traído como resultado, en varios casos, que los que antes eran considerados “intocables”, políticos o empresarios de la élite de sus países o incluso presidentes, no puedan escaparse de la investigación oficial y el enojo público. Lo que a su vez lleva a erradicar otro gran mal estrechamente vinculado a la corrupción: la impunidad.

Ahí está el caso de Otto Pérez Molina, ex presidente de Guatemala, actualmente en prisión, acusado de asociación ilícita, cohecho pasivo y defraudación aduanera; o los de Dilma Rousseff, Luiz Inácio Lula da Silva, Evo Morales o Cristina Fernández, envueltos en casos de corrupción por los cuales han sido llamados a cuentas.

Este afán de depurar las estructuras sociales y de gobierno se debe, según expertos, a dos factores que están presentes en toda la región, pero en diferentes grados, dependiendo de cada país. El primero es el hartazgo de los ciudadanos frente a la corrupción y sus nefastas consecuencias en la calidad de sus democracias y en su vida privada. En segundo lugar, la consolidación de espacios democráticos más plurales y autónomos —entre ellos los poderes judiciales, las fiscalías y los medios de comunicación— y la cada vez mayor sofisticación de las organizaciones de la sociedad civil, lo que además habla de un mayor involucramiento de la gente en los asuntos públicos.

Vencer a la inercia que de muchas maneras sostiene las acciones corruptas no será labor de un día, ni siquiera de varios años. Se irá avanzando si se continúa en la dirección emprendida, pero para en verdad lograr terminar con la corrupción se necesitará que toda una generación dé sustento a las buenas prácticas de trasparencia, rendición de cuentas y participación ciudadana; ésta última, sobre todo, será crucial al dar sentido a las demás. Sin ello el potencial de nuestras naciones seguirá desperdiciado.

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