Los partidos políticos han probado que, sin importar las normas que los rigen, siempre encontrarán la manera de poner el dinero en el centro de su estrategia política, pese a que ellos mismos han modificado una y otra vez las reglas del juego en un supuesto afán de transparencia y piso parejo electoral.

Luego de que EL UNIVERSAL solicitara al Instituto Nacional Electoral información sobre préstamos a los partidos políticos, el INE respondió que seis de los nueve partidos con registro nacional mantienen vigentes deudas bancarias que ascienden a casi mil 100 millones de pesos.

Parte de la motivación de la reforma electoral de 2007 era la reducción de recursos públicos en costosos anuncios para medios electrónicos. Desde entonces todos los partidos políticos tienen derecho, por ley, a miles de spots que son transmitidos día y noche durante las campañas. ¿Por qué entonces el afán de esas agrupaciones de llegar al punto de hipotecar sus prerrogativas y sus propiedades para tener más dinero para gastar, adicionales a los millones que reciben cada año? La respuesta es simple: porque la propaganda difundida no está funcionando para atraer nuevos públicos. Si el acarreo y otras viejas mañas dejaran de ser efectivas, los partidos dejarían de invertir en ellas.

En la explicación de sus gastos los partidos argumentan el aumento en el costo de su “operación” política durante las campañas. Dentro de esa palabra caben desde el pago de enseres domésticos para asistentes a manifestaciones hasta rifas entre militantes o conciertos en concentraciones masivas. Actividades todas que mueven clientelas, no votantes informados.

Podría modificarse una vez más la ley, prohibir a las organizaciones políticas promoverse en medios o acarrear gente. Tarde o temprano encontrarían la manera de darle vuelta también a esa legislación.

A finales del siglo pasado se pensó que bastaba con garantizar el voto libre y secreto de todas las personas para conseguir una democracia real en el país. Con el tiempo fue evidente: no era el partido en el gobierno el problema, sino la cultura de beneficios, a cambio de la aceptación de la corrupción, que el sistema instauró en toda la sociedad.

Es imposible cambiar la motivación de quien va a votar por un partido a cambio de la promesa de recibir dádivas o una posición en el gobierno. Sin embargo, está demostrado que cuando la participación sobrepasa los niveles usuales, no hay estructura partidista capaz de frenar al elector independiente.

Las encuestas le muestran a los partidos que la gente está más harta que nunca de ellos. ¿Se arriesgarán a seguir gastando dinero en clientelas o apostarán por ofrecer lo que nadie: transparencia y congruencia? En cualquiera de los dos casos hay la posibilidad de perder, la diferencia es que el voto consciente no cuesta tanto como el acarreo de masas.

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