Ayer, a lo largo de su primer día de visita a nuestro país, el papa Francisco emitió tres mensajes llenos de franqueza que aunque no sorpresivos —ni nuevos—, dado su conocido talante social, sin duda son importantes, pues suponen una convocatoria a trabajar, desde las posiciones privilegiadas del poder político y económico, así como desde los distintos niveles de la jerarquía de la Iglesia católica y desde el lugar del ciudadano común, por un México de respeto a los derechos humanos, con igualdad, sin violencia, sin crimen y sin corrupción.

Primero, en la recepción oficial en Palacio Nacional, ante buena parte de la clase política y empresarial de México, el Pontífice, en su calidad de jefe de Estado, señaló que la desigualdad y los privilegios son incentivos para la corrupción, la violencia y el subdesarrollo. Con estas palabras, Francisco hizo saber a quienes lo escuchaban que conoce la grave situación que atraviesa el país y al mismo tiempo les envío a el mensaje de que a ellos como dirigentes de la vida social, cultural y política les corresponde de modo especial trabajar para ofrecer a los ciudadanos la oportunidad de ser dignos actores de su propio destino.

Después, en la Catedral Metropolitana de la Ciudad de México, Francisco llamó a los más de 165 obispos ahí presentes, a “no minusvalidar el desafío ético y anticívico que el narcotráfico representa para la entera sociedad mexicana”, con lo que pidió a los sacerdotes comprometerse e involucrarse en la lucha que este fenómeno plantea para la sociedad. Además, pidió a los representantes de la Iglesia “no servir a faraones modernos” y que trabajen más, y más cerca de la gente. De esta forma el Pontífice confrontó sutilmente a una estructura clerical muy sacralizada y ensimismada, que a ojos de su líder no está haciendo lo suficiente para atender a la feligresía.

En contraste, en la Basílica de Guadalupe, Francisco, en un tono sereno e íntimo emitió ante los miles de fieles presentes un mensaje naturalmente mucho más religioso en el que invitó a la feligresía a repensar su espiritualidad. No obstante, fueron muy relevantes sus palabras de consuelo hacia aquellos que han sufrido la pérdida de un familiar a causa del crimen organizado.

De manera conjunta, estas tres disertaciones dejan entrever un mensaje ciertamente pesimista respecto al estado de cosas en México, pero al mismo tiempo un enérgico afán trasformador que pugna por voltear a ver, en concordancia con su origen y vocación jesuita, a los desfavorecidos y a los excluidos.

El Papa pareciera querer bosquejar con estos mensajes un discurso transversal a la política, la religión y la ética, que en congruencia con su investidura espiritual y política, y con los puntos de la geografía mexicana que visitará, plantean sí una llamada de atención a los jerarcas católicos, pero también una respetuosa invitación a los poderosos de este país y a los ciudadanos en general, a hacer bien el papel que les toca. Esta visita apenas comienza y temas trascendentes ya están sobre la mesa.

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