Grecia está muy lejos de América del Norte (geográficamente), pero en esta economía globalizada del siglo XXI, lo que ocurra en próximos días en esa antigua nación impactará en este lado del continente y el resto del mundo.

El origen del problema es de larga explicación. En concreto puede decirse que el rastro comienza con la crisis hipotecaria detonada en 2008 en Estados Unidos. Cuando propietarios de bienes raíces estadounidenses fueron incapaces de pagar los préstamos de sus casas, bancos de todo el mundo —que tenían inversiones relacionadas con esas hipotecas— empezaron a perder dinero. La temerosa reacción hizo que inversores y banqueros dejaran de prestar dinero. Para evitar la quiebra de algunos bancos, los gobiernos de países como Alemania, Francia y Reino Unido elaboraron un rescate, pero el costo resultó muy elevado. En Irlanda casi provocó la quiebra del gobierno.

Un problema que al principio afectaba sólo a los bancos se extendió a los gobiernos, pues los mercados temían que algunos países no lograran rescatar a esas instituciones. Los inversores pusieron la lupa en las finanzas estatales, la de Grecia en especial, debido a que gobiernos de ese país habían acumulado deudas equivalentes al doble del volumen de la economía.

De pronto países como Portugal, Italia, Grecia y España (PIGS, por sus siglas en inglés, se les llamó de forma peyorativa en algunos medios) se encontraron con que sus finanzas eran observadas como nunca antes por mercados ahora menos dispuestos a prestarles dinero. Un dilema, dado que esas naciones se habían acostumbrado a financiar sus presupuestos con créditos de privados.

Funcionarios y economistas en México, tan criticados por su ortodoxia fiscal de los últimos 30 años, tuvieron con la crisis europea el ejemplo perfecto para ilustrar sus argumentos. El Estado de Bienestar que ha caracterizado al viejo continente quedó como un modelo inviable, posible sólo con déficit.

Sin embargo, la gente no se resigna. El riesgo de impago de Grecia frente a sus acreedores es hoy más real que nunca porque la población ha dicho basta a las medidas de austeridad de un manejo macroeconómico “responsable”. Uno de los dos bandos ganará: el encabezado por Alemania que exige a los griegos más sacrificios para que permanezcan en la zona euro, o el nuevo ministro que prometió a su pueblo no más austeridad. Una reestructuración de la deuda, en la que sí se pague a los acreedores pero no todo ni de inmediato, parece la única salida.

Lo que ahora se debate en Grecia impactará en la salud de las finanzas globales y, no poca cosa, en la salvación o muerte del sueño de un continente unido y próspero.

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