Los problemas de un país se solucionan mucho tiempo después de legislar sobre ellos. Las reformas constitucionales no son la excepción. Tómense las del sexenio pasado como ejemplo. Se aprobó una penal, una de derechos humanos, otra sobre la remuneración de los servidores públicos... y varios años después es imposible decir que alguna es aplicada de manera sistemática en todo México.

Ayer el gobernador del Banco de México (Banxico), Agustín Carstens, dijo sobre las reformas económicas aprobadas en los primeros dos años del actual sexenio: “Nuestro país no ha concluido este proceso de transformación, sino que está inmerso en su etapa más laboriosa, la de implementación de dichas reformas”.

Pese a detalles perfectibles, en general queda poca duda entre los especialistas de que, bien aplicados, los cambios constitucionales aprobados por el Congreso traerían prosperidad a los mexicanos. El gran obstáculo es que México tiene un historial de normativas nunca aplicadas. En la Carta Magna dice que todos los mexicanos tienen derecho a una vivienda digna, a salud y educación de calidad. De sobra está recordar la discrepancia entre la palabra y la realidad. ¿Cómo hacer que esta vez los beneficios sean tangibles?

Para empezar, el Estado mexicano deberá mandar la señal a todos los actores involucrados en los cambios constitucionales de que las modificaciones se aplicarán a rajatabla, sin importar costos políticos. Tardó en hacerse, pero si la reforma educativa ya no será objeto de chantajes de sus opositores —como sí lo fue meses antes—, esa tendría también que ser la actitud del Ejecutivo y de los órganos autónomos frente a otros desafíos de actores no menos poderosos.

Es la única manera de garantizar apego a las reglas aceptadas por todos. Cómo impedir que una empresa intente comprar un contrato con el Estado si ese fue el método empleado por alguna de las filiales de esa misma compañía para obtener permisos de construcción.

Así como para confiar en un resultado electoral es crucial tener un árbitro imparcial, de la misma manera se espera una gestión pulcra del recién creado Instituto Federal de Telecomunicaciones, de la nueva Comisión Nacional de Hidrocarburos y de la reforzada Comisión Federal de Competencia Económica.

¿Garantiza el país la certidumbre en las inversiones producto de las grandes reformas? Es ese el gran reto, más que la de por sí difícil aprobación en el Congreso. El pasado apuesta en contra. La apertura económica mexicana se transformó en un capitalismo de amigos, plagado de desigualdad, por fracasar en ese intento. Esta vez debe ser diferente.

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