De los antiguos críticos literarios iberoamericanos quizá ninguno haya sido tan atrabiliario y enfadoso como el brasileño Sílvio Romero (1851–1914), que combinaba su personalidad bonachona y hasta simpática con sus maneras despectivas y violentas, limitado, en sus peores páginas, que según sus numerosos enemigos, fueron casi todas, a enjuiciar sin taxativas. Lo bueno y lo malo, aquello que convenía a un país mestizo: de allí a Romero nadie lo sacaba.

Romero, dijo Antonio Candido en el prólogo de los Ensayos literarios (Ayacucho, 1982) fue autor, más que de una obra, de “un movimiento violento y agitado que arrastra ideas y pasiones, destruyendo todo en su camino; un movimiento circular que gira sin cesar sobre sí mismo y que avanza, aunque parece no moverse”. Tuvo pocas ideas en una época que a América Latina no le quedaba otra cosa que ejercer “la imitación extralógica” condenada por Paz en El laberinto de la soledad, como si pudiera haber otra clase de imitación en culturas que eran o se creían adolescentes. Tuvo por gran enemigo al otro crítico importante de su época, José Veríssimo (1857-1916), al cual le dedicó nada menos que unas Zeverissimações Ineptas da Crítica en 1909, pero aquel no fue su peor pecado —Candido concede que pese a todo Romero fue más culto que su rival aunque quién sabe si mejor crítico— sino el haberse vuelto idólatra de un sabio de pueblo llamado Tobias Barreto, famoso por escribir un diario en alemán en Escada, cerca de Recife, donde pregonaba que sólo lo germánico, contra lo francés, debía nutrir al Brasil. Peor aun, Romero descuajó por completo su Historia de la literatura brasileña al dedicarle tantas páginas como pudo al germanista de Recife… contraponiéndolo a Machado de Assis, que nuestro siglo valora con justicia como uno de los grandes narradores de todos los tiempos. Y eso no es todo, alabó al pobre Machado de Assis, cuando no tuvo otro remedio, pero como poeta…

Romero se prestaría, si hubiera tiempo para leer toda su obra, como ejemplar de una teoría del error en la crítica, tarea tanto más apasionante porque sólo en los Ensayos literarios seleccionados por Candido, aún si ignorásemos su leyenda negra, es difícil hallar algo que subrayar. Con las mismas palabras que Vicente Riva Palacio en el México de aquella época del siglo XIX, Romero alertó sobre lo peligroso que era hacer crítica en nuestros países y él mismo fue para los brasileños lo que Francisco Pimentel para los mexicanos, el afanoso buscador, en las teorías europeas, de alguna explicación del enigma de nuestras naciones. Pimentel, en 1885, dizque fundó el “eclecticismo”, un positivismo con las uñas limadas para no rasguñar al clero, mientras que el brasileño, influido por Taine como era menester, se hizo apadrinar por un tal Thomas Buckle, autor de una descomunal explicación sociológica de la humanidad y buen ajedrecista, al parecer. A diferencia del mexicano Pimentel, hombre crepuscular como debíamos serlo acá, entiéndase recatado, Romero fue un “hombre cordial” en el sentido brasileño de la palabra, es decir, alguien a quien domina el corazón antes que el raciocinio.

“Al ladrón, al ladrón” no queda sino gritar cuando Romero regaña al anticuado Sainte–Beuve en 1882 por haber sido indiferente al genio de Balzac, que los naturalistas pregonaban en aquel fin de siglo. No fue, debe reconocérsele a Romero, obsequioso en sus admiraciones y a Zola lo regañó por menospreciar a Baudelaire. Estuvo un par de meses en Europa Romero y regresó enfermo, desencantado del Viejo Mundo, quién sabe por qué. Enviudó dos veces Romero, profesor al servicio del Estado, liberal y republicano con gran ansiedad política por figurar en el parlamento. Como buen brasileño se aficionó a la ciencia como hada madrina, pregonando que contra la alcahuatería psicológica a lo Sainte–Beuve, “el fin de la nueva crítica debe ser dilucidar y sacar conclusiones; dilucidar la formación de las corrientes literarias y artísticas, y sacar conclusiones de ellas para beneficio de todos en función del futuro…”

Utilitarista y sociologizante, Romero acabó por ser de mayor importancia para la comprensión de la naturaleza social de su patria que para el discernimiento de sus letras. Su preciso reconocimiento del mestizaje –visto como una fatalidad de la evolución e inspirado como tantos decimonónicos, en la obra racista del conde de Gobineau– fue su gran contribución, sin la cual Gilberto Freyre no hubiera llegado a su exaltación de la negritud (pues Romero y él despreciaban al indio) en Casa–grande y Senzala (1933), la gran obra de una literatura tan teñida de antropología o una antropología tan sometida a la literatura, como la brasileña. Acaso por ello, el magnífico J.G. Merquior me dijo una vez, mientras meditaba si le proponía o no al Fondo de Cultura Económica su Esthétique de Lévi–Strauss (1977), que el antropólogo francés era el único verdaderamente grande entre los escritores brasileños. Tardé muchos años en entender la boutade del embajador políglota.

Siempre que se habla de “nueva crítica”, pues hasta Sílvio Romero clamó por ella, más vale sacar el paraguas. Así lo hizo Sainte–Beuve mismo, retado a duelo cuando amenazaba lluvia sobre el campo de honor: “Prefiero morir que mojarme”.

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