A medida que en estos días recobra relevancia el posible hackeo ruso en contra de la candidatura demócrata en la elección estadounidense, quiero recuperar el postulado de que las relaciones internacionales se han transformado de manera radical en el último lustro, particularmente como resultado de tres tendencias: el desarrollo de nuevas tecnologías de información y comunicación, el papel de nuevos actores no estatales y el surgimiento de una nueva agenda de seguridad internacional. Las tres están interrelacionadas y se retroalimentan una a la otra, lo cual explica que las redes sociales se usen ya como arma y que el internet sea uno de los principales teatros de batalla y de cálculo geopolítico. Hoy hay 3.4 mil millones de usuarios de internet, a la vez que se emiten cerca de 500 millones de tuits diarios y se suben el equivalente de siete horas de video a YouTube cada segundo. Con 1.7 mil millones de usuarios, Facebook sería el “país” más grande del mundo, y 62% de las personas en Estados Unidos obtienen sus noticias de redes sociales. Y eso que aún no nos encontramos en la cresta de la ola; casi la mitad de la población adulta del mundo todavía no está en línea. Pero las redes sociales ya han revolucionado nuestras vidas, desde cómo comprar un producto hasta encontrar una pareja, redefiniendo de paso mecanismos de interacción social. Las redes son ciertamente un espejo que refleja todo tipo de intereses y tendencias humanas, abarcando ineluctablemente al poder. No sorprende por ende que estas plataformas digitales hoy estén también transformando cómo hacemos política y la manera en la cual interactúan naciones y actores no estatales. Si en el siglo XIX Clausewitz concebía la guerra como la continuación de la política por otros medios, no nos debe extrañar que hoy en el sistema internacional las redes sociales se estén erigiendo en la continuación de la guerra por otros medios.

La noción de que las redes sociales podían ser utilizadas para detonar cambio arrancó en Moldavia en 2009 con las elecciones de ese año, y cogió fuerza durante la Primavera Árabe de 2011. El común denominador de esa lectura era que gobiernos autoritarios o cerrados estaban amenazados por el poder del individuo y de colectivos sociales usando herramientas de sociedades abiertas, como el internet. Sin embargo, rápidamente se desató una opinión pendular a contracorriente. Como apuntaría poco después el sociólogo canadiense Malcolm Gladwell, pronto fue evidente que la revolución no podría ser tuiteada; a cinco años de convulsión en el norte de África y Medio Oriente, Egipto está hoy gobernado por el ejército, Arabia Saudita bombardea a los rebeldes en Yemen y la oposición siria ha sido machacada. Pero ello no implica que las redes sociales no pueden ser usadas como herramientas inherentemente desestabilizadoras del estatus quo. Terroristas, grupos sociales o el Estado mismo hoy están usando estas plataformas y su capilaridad para la propaganda y el miedo, para controlar, desinformar y fragmentar, potenciar trolls, bots y campañas negativas en internet, o como un instrumento más en el arsenal de poder duro de una nación. El uso de estas herramientas, ya sea por parte de ISIS o en la elección presidencial en EU, son ejemplos claros de estos patrones.

Por un lado, las operaciones en tierra y la propaganda en línea de ISIS están tan entrelazadas que cuesta trabajo distinguir una de la otra. A medida que sus combatientes invadían hace dos años el norte de Irak, ISIS inundaba las redes sociales (Twitter reporta que ha borrado más de 125 mil cuentas vinculadas a ISIS desde mediados de 2015) con un blitzkrieg de imágenes y datos de sus triunfos y de lo que deparaba a aquellos que se oponían a su avance. Es el primer grupo terrorista en controlar tanto territorio físico como digital. Por el otro, la elección estadounidense conjuga dos de estas tendencias de ruptura. Primero, el aparente uso de verdaderas granjas de trolls por parte de otra nación para socavar la confianza en los sistemas electorales en otro país, obtener y filtrar información y lo que ahora se denomina astroturfing, que es la simulación de opinión y movilización de bases. Y segundo, el empoderamiento de la extrema derecha —etiquetada hoy en día de manera eufemística como “derecha alternativa”— a través de tribalismo y silos ideológicos en línea, e impulsada por narrativas simplistas de “nosotros contra ellos” y de mentiras y noticias falsas sobre las cuales se construyó la victoria de Trump.

Es la tecnología la que yace en el corazón del poder disruptivo de todos estos actores. Somos testigos del inicio de una revolución mucho mayor, una que está empezando a reconfigurar, en un extremo del espectro, las conductas y comportamiento de grupos sociales, así como las estrategias político-militares de actores no estatales y potencias mundiales, en el otro.

Consultor internacional

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