El siglo XIX mexicano se caracterizó por la cercanía de las armas y las letras. La belicosidad y el desarrollo intelectual formaron una peculiar amalgama que dio como resultado un nuevo tipo de ciudadano que debía dar forma institucional a la joven nación independiente. Ya no era concebible la figura del letrado recluido en una torre de marfil; los hombres de alta cultura habían hecho carrera militar o viceversa, por lo que la honorabilidad pasó a formar parte del imaginario, y su defensa fue motivo de enardecidas confrontaciones. Fue así que el duelo se incorporó a la vida cotidiana de un país cuya identidad aún estaba en ciernes.

Infatuados por la respetabilidad y la fama, hordas de jóvenes se batieron con espada o pistola. Las cúpulas burguesas importaron las reglas básicas de la tradición europea y trataron de sistematizar un formato en el que los oponentes se enfrentaran en igualdad de condiciones. La máxima de Stendhal se volvió entonces aplicable: “Los duelos no son sino una ceremonia. Se sabe ya todo de antemano, incluso lo que hay que decir al caer”.

Un tipo de enfrentamiento del que no se tuvo registro en México fue el “duelo del pañuelo”, famoso en la Rusia decimonónica, en el que los contrincantes elegían al azar entre dos pistolas, aunque sólo una estaba cargada. Acto seguido tomaban un pañuelo por los extremos y, separados por esa distancia, abrían fuego. Dostoyevski aludió al mismo en Los Hermanos Karamazov.

El Código Penal de 1871 fue el primero en sancionar el duelo, aunque lo hizo con indulgencia. En él, se advertía que el castigo sería menor para quienes concurrieran de mutuo acuerdo y como una instancia para dirimir sus diferencias, del que se impondría a aquellos que pretendieran beneficiarse en sus intereses personales o patrimoniales. La normativa establecía que la autoridad judicial, enterada del reto, debía reunir al desafiador y al desafiado para que explicaran el agravio, de modo que un juez pudiera contribuir a buscar un arreglo que evitara la confrontación.

Las complicaciones surgían cuando los involucrados no comparecían al juzgado o se negaban a resolver la controversia por otras vías. Las sanciones contempladas eran bilaterales e iban desde los nueve meses de arresto y entre 600 y 900 pesos de multa para quien desafiase, y de seis meses y entre 400 y 600 pesos para quien aceptase el desafío. Había una larga lista de escenarios, que incluía castigos en función del tipo de lance (si era o no a muerte), las armas empleadas y la gravedad de las heridas (en caso de que fueran infligidas); siendo la pena máxima aplicable la correspondiente al participante que asesinare a su oponente, partiendo de la siguiente premisa: “Con cinco años de prisión y multa, de 1,800 a 2,500 pesos, cuando el desafiador mate al desafiado, si no se pactó que el duelo fuera a muerte. Cuando preceda ese pacto, la pena será de seis años de prisión y multa de 2,000 a 3,000 pesos”.

La legislación no disuadió a los duelistas. Entre los lances más recordados puede citarse el de los periodistas Ireneo Paz y Santiago Sierra, de consecuencias funestas. En vista de la inoperancia de las autoridades, el coronel Antonio Tovar se dio a la tarea de crear el Código Nacional Mexicano del Duelo, mismo que publicó en 1891 y que partía de la idea de la inevitabilidad de la lucha como vía para resarcir las ofensas en contra de una persona o una familia. Su libro constituyó una guía para evaluar la legitimidad de los desafíos y para regular los aspectos formales, aunque subyace de su contenido la intención de reducir los combates al mínimo. Su conclusión es un rotundo llamado civilizatorio: “Tengamos compasión de nosotros mismos, y esperemos un día que vendrá trayendo nuevas luces para nuestro espíritu y para nuestra moral nuevos ejemplos”.

Google News

TEMAS RELACIONADOS

Noticias según tus intereses