Hace un par de semanas, unas personas entraron a las oficinas de Aristegui Noticias, las allanaron y se llevaron una de las laptops con investigaciones que se estaban realizando. Fue un ataque directo y frontal a un medio de comunicación establecido en plena Ciudad de México, y un recordatorio de que muchos de los medios en México, sobre todo los que están fuera de la capital, viven en una incertidumbre permanente, sujetos a presiones y a ataques continuos por parte de grupos criminales y muchas veces por parte de autoridades gubernamentales.

Esto sigue siendo una de las debilidades más graves, y menos reconocidas, de la democracia mexicana. La presión es constante contra la prensa libre —muchas veces a través del control publicitario por parte de agencias gubernamentales y a veces con amenazas directas a periodistas, editores y dueños de medios—. Se acentúan estos peligros en lugares donde opera el crimen organizado, pero como han indicado grupos como Artículo 19, Cencos y Freedom House, también provienen estos ataques de actores gubernamentales, muchas veces del gobierno local y estatal, que en algunos lugares ejercen una presión constante en contra de la libre expresión.

Esto también es el otro lado de la moneda de la corrupción, ya que el control de los medios muchas veces sirve para opacar las corruptelas de las autoridades y las complicidades que tienen con los grupos criminales. No es de sorprenderse que Veracruz, Michoacán y Tamaulipas se volvieran lugares extremadamente peligrosos para periodistas, en distintos tiempos, pero justo en los momentos en que la corrupción también floreció a su punto máximo.

Creo que México sí ha avanzado en las últimas décadas a ser un país más moderno, próspero y democrático, y que no se deben negar los avances de largo plazo en la calidad de vida, elecciones libres y libertad de expresión. Pero estos avances siguen quedando cortos a lo esperado gracias a los lastres del pasado y sobre todo por la persistente corrupción de la vida política, que se sostiene en el intento constante de amedrentar a los medios de comunicación y los grupos cívicos que deben vigilar el espacio público. Y como resultado México sigue quedando corto a sus potencial real debido a este círculo vicioso y nocivo, que retrasa su paso hacia una sociedad plenamente democrática y moderna.

En estos momentos, es muy probable que México se enfrente a uno de sus desafíos externos más importantes, con un gobierno entrante en Estados Unidos que parece ser abiertamente hostil al país vecino, por lo menos en la retórica política de la reciente campaña presidencial. Como he escrito en otros momentos, dudo que se apliquen todas las medidas propuestas en la campaña, en parte por el pragmatismo y en parte por la capacidad real del gobierno estadounidense de implementar lo propuesto, pero la amenaza es real y hay que prepararse para cualquier posibilidad.

Frente a esta amenaza externa, las viejas prácticas en México son extremadamente contraproducentes, porque minan la capacidad del Estado, generan desconfianza social hacia la autoridad pública, desprestigian a la clase política y dañan la imagen del país en el extranjero. Me quedo con la duda si esta amenaza externa puede producir cambios en el cuerpo político mexicano, un intento de presentar una imagen distinta frente a los mexicanos y al mundo, de hacer cuentas finalmente con los lastres del pasado, de construir un Estado fuerte con una sociedad también fuerte que lo vigila. Quizás es demasiado optimista esperar esto, pero no faltan ejemplos en otros lados del mundo de que las amenazas externas han servido para que se ponga orden en casa propia.

Vicepresidente ejecutivo del Centro Woodrow Wilson

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