Mi relación con la Universidad Nacional Autónoma de México se remonta a 1972, cuando decidí realizar el examen de admisión para cursar el bachillerato. Por fortuna fui aceptado en la Escuela Nacional Preparatoria, plantel 8.
Lastimosamente, en ese momento estalló un conflicto en la Máxima Casa de Estudios, bajo la rectoría del doctor Pablo González Casanova, que retrasó mi ingreso formal por algunos meses. Con un asombro impaciente contemplé cómo esta disputa provocó la renuncia del rector. Nunca me imaginé que 22 después trabajaría con este personaje a quien había admirado por su defensa de la universidad pública.
De la Preparatoria pasé a la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Como estudiante tuve la oportunidad de ponerme en contacto con maestros y compañeros que definieron mi vocación por la docencia y la investigación. La Facultad era entonces un espacio vibrante sacudido por los acontecimientos en América Latina y en el mundo. En particular, los gobiernos militares, productos de golpes de Estado en Chile, Brasil, Uruguay, Argentina y otros países, habían convertido a México en un oasis de refugio y asilo. La Universidad y la sociedad mexicana acogieron a intelectuales, profesores de educación superior e investigadores sudamericanos que aportaron sus conocimientos y experiencias a los universitarios y a la nación en su conjunto, tal y como lo habían hecho los exiliados españoles unas décadas atrás.
Junto con el encuentro de mi vocación y después de una breve estancia en la Universidad Autónoma de Chiapas, me incorporé a la UNAM luego de aceptar una invitación a impartir clases en el Colegio de Ciencias y Humanidades, en el plantel Vallejo. Desde esta posición, pude constatar el gran valor social de nuestra Universidad al convertirse en un espacio de libertad de expresión y superación de miles de jóvenes con carencias de diverso tipo.
Con esta inquietud a cuestas comencé mi carrera como investigador a inicios de los años 90 en el entonces Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Humanidades (CIIH), donde, después de participar en un gran proyecto sobre la Producción de Bienes y Servicios Básicos, fui invitado por su director, el exrector, a quien yo había admirado como preparatoriano, a ocupar la Secretaría Académica. A partir de ahí lo acompañé en el tránsito desde la interdisciplinariedad de las humanidades al diálogo con las ciencias, transformando el CIIH en Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades (CEIICH).
En esta etapa de mi vida universitaria se definieron, en gran medida, los temas que ahora me ocupan. Mi trabajo me ha llevado al contacto con instituciones, organizaciones sociales y personas de las áreas rurales y periurbanas. Gracias a ello surgió mi convicción de que, complementariamente a las funciones sustantivas de la UNAM, la vinculación con la sociedad es una vocación y un compromiso que se encuentra en sus orígenes.
La Fundación UNAM (FUNAM) ha reforzado esa vocación social de la Universidad y la vinculación necesaria con las instituciones, empresas y organizaciones sociales. A lo largo de 32 años, la Fundación ha sido un baluarte en la disminución de las carencias de miles de estudiantes de escasos recursos mediante el otorgamiento de becas, lo que ha facilitado su desarrollo y fortalecido sus capacidades. Ahora, como director del CIALC, es un orgullo reafirmar mis compromisos universitarios y colaborar con la FUNAM.
Director del Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (CIALC)
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