La maestría literaria de Paul Auster (Newark, 1947) es irrefutable por un corpus de notables novelas, algunos poemarios, y otros tantos textos autobiográficos. Por eso es una sorpresa que recién ahora, a sus 74 años, incursione en el género de la biografía con un ambicioso retrato de Stephen Crane (1871-1900), un autor nacido en Newark al igual que Auster, pero de una vida mucho más explosiva y acelerada.

En La llama inmortal de Stephen Crane (Seix Barral, 2021), Auster escribe con admiración y apasionamiento sobre este escritor que, confiesa, redescubrió en su máxima dimensión en los últimos años. Un personaje deslumbrante que dejó una novela clásica como La roja insignia del valor, varios relatos cortos, poemas y artículos periodísticos, antes de morir con apenas 28 años de edad.

Desde su casa en Brooklyn, vía telefónica, el autor de La trilogía de Nueva York accedió a una entrevista exclusiva con El Comercio, en la que habló sobre esta nueva experiencia literaria, sobre la aventura de viajar al Estados Unidos del siglo XIX, y también de las comparaciones y contrastes entre Crane y él mismo. Esto nos dijo.

"La llama inmortal de Stephen Crane", Paul Auster, Seix Barral, 2021, pp. 1040
"La llama inmortal de Stephen Crane", Paul Auster, Seix Barral, 2021, pp. 1040

¿Envidia algo Paul Auster de Stephen Crane?

No, realmente no envidio nada de Crane. Lo admiro en muchas formas. Habría que decir que, como todo ser humano, tenía muchísimas contradicciones. Esencialmente era una buena persona, una muy buena persona. Muy fuerte en el sentido moral, y creo que se condujo bien por la vida… excepto en los momentos en que no lo hizo (risas). De cualquier forma, no creo que ninguno de nosotros pueda ver hacia atrás en su vida y decir que fue espléndido en todo momento. Todos hemos hecho cosas estúpidas y horribles, y él también lo hizo, sin duda. A mí, su vida me parece fascinante, él mismo me parece fascinante, pero es sobre todo su obra la que me interesa, y esa es la razón por la que escribí este libro. Porque una vez que empecé a releer a Crane, hace unos seis años, me di cuenta de que cuando lo leí por primera vez no lo había hecho lo suficientemente bien. No era lo suficientemente sofisticado para apreciar con exactitud qué era aquello tan original en su obra. Así que empezar a leerlo de nuevo me golpeó como una revelación. Al principio pensé que escribiría un pequeño libro, de 150 o 200 páginas, pero luego, no sé cómo pasó, el pequeño libro se convirtió en un gran libro. Pero no me arrepiento. Me entregué apasionadamente de inicio a fin, y hay muchas cosas más sobre las que pude haber escrito, sólo que entendí que no podía seguir y seguir.

Señala que, a diferencia de otras disciplinas, no existen los jóvenes prodigios en la literatura. ¿Stephen Crane no estuvo cerca de ello?

Bueno, sí, estuvo cerca, pero no en el sentido de un niño de 10 años que puede tocar el piano en un gran concierto. El único adolescente realmente notable en el que puedo pensar es Arthur Rimbaud, que escribió toda su obra antes de cumplir 20 años, y luego dejó de escribir, renunció a ello, lo que también es destacable. La gran Mary Shelley escribió la primera versión de Frankenstein cuando tenía 19 años, pero ella vivió una vida más larga. Pienso también en el alemán Georg Büchner, que murió a los 23 años, y escribió obras notables que cambiaron el teatro europeo. Pero en general son muy raros los casos así, podría contarlos con los dedos de la mano. Yo asocio el prodigio con un don innato: un jugador de ajedrez que ve un tablero por primera vez y de pronto entiende cómo funciona todo. Y por eso hemos podido tener a un Bobby Fischer, gran maestro a los 14 años y el mejor del mundo a los 15 o 16. Eso es un prodigio para mí. En la literatura es mucho más difícil, porque el lenguaje es tan complejo que toma mucho tiempo dominarlo. Con las matemáticas, la música o el ajedrez, mucha gente puede penetrar en ellas a muy temprana edad. Pero nadie puede hacer lo mismo con el lenguaje.

Dice que escribió esta biografía no como un especialista, sino más bien como un lector. Como una forma de ir contra el enfoque académico de la literatura. ¿Se está perdiendo en el campo académico el genuino placer de la lectura?

Sí, es una suerte de crítica a las universidades. La mayor parte de la escritura académica me parece sumamente aburrida. No puedo leer esa escritura de papers y más papers, es demasiado especializada, no captura realmente la emoción que uno experimenta cuando lee las palabras en el papel. Lo que yo quería era aproximarme a la obra de Stephen Crane como un lector. ¿Qué pasa cuando miras una de sus páginas? ¿Qué producen esas palabras en tu mente? Esa es la forma en que leemos algo por primera vez. Y cuando escribí este libro, lo hice asumiendo que los lectores habrían leído poco o nada de Crane. Pero también asumí que cualquiera que se molestara en leer mi libro sería alguien que ama los libros. Por eso este no es un libro hecho para convertir a no lectores en lectores. Es un libro para lectores comprometidos.

Cuando describe el contexto en el que vivió Crane menciona temas como la migración, gente extremadamente rica, políticos ineptos. ¿Diría que aquel Estados Unidos es similar al Estados Unidos de hoy?

Sí, increíblemente parecido. Es bastante sorprendente cómo, mientras escribía el libro y estudiaba el periodo en que Crane vivió, iba descubriendo lo similares que eran las condiciones de esa época y la actual. La división entre ricos y pobres, el desprecio hacia las clases trabajadoras, los terribles problemas económicos que atravesaban y atraviesan millones de estadounidenses, los altibajos del mercado. Fueron tiempos duros. Luego, al inicio del siglo XX, se hicieron muchas reformas en el país, en especial con el crecimiento de los sindicatos y las leyes que protegían a los trabajadores. Pero en los últimos 50 años, todo lo que se avanzó ha sido erosionado, desgastado y arrebatado. Los sindicatos han sido destruidos en Estados Unidos, y la brecha entre ricos y pobres es mucho más grande que lo que era en los años 90. Eso es impresionante. Para colmo, los problemas raciales que existían entonces, aún existen hoy. Por eso creo que, en muchos sentidos, nada ha cambiado. El tiempo de Crane es un espejo de nuestro tiempo.

Sé que es la primera vez que entrega a leer un manuscrito antes de terminarlo. ¿Por qué lo hizo ahora, y por qué no antes?

Porque todo lo que había escrito antes eran novelas o textos autobiográficos, y con esas formas me sentía más como en casa. Siempre termino de escribir mis textos hasta el final, antes de que cualquiera pueda leerlo. Por supuesto, esto no incluye a mi esposa, Siri Hustvedt, una gran escritora. A ella siempre le leo en voz alta lo que sea que haya escrito y le pido su opinión. Y siempre escucho sus comentarios porque siempre tiene la razón. Pero fuera de casa, nunca muestro mis textos a nadie. Esta vez, en cambio, al escribir esta mezcla de biografía y estudio crítico sentí que entraba en terreno inestable y quise asegurarme de que lo escrito tuviera sentido. En el camino me di cuenta de que sería un libro muy largo, y que necesitaría interacción con algunos lectores, unos pocos lectores escogidos. Se lo entregué a dos de mis editores, en Estados Unidos y el Reino Unido, y en un momento también me puse en contacto con Paul Sorrentino, quien es el especialista número uno de Crane en el mundo. Le conté lo que estaba haciendo y fue muy amable. Él conoce todo sobre Crane, todos los datos biográficos y las disputas, lo que pasó y no pasó. Porque hay un problema con la primera biografía que se escribió sobre la vida de Crane, en la década de 1920: el autor estaba tan bloqueado por la imposibilidad de acceder a la información, que se la inventó toda. Inventó experiencias que nunca tuvo, amantes, amigos. Inventó cartas escritas por toda esa gente que nunca existió, y esas historias circularon por años y años y años. Sólo en los últimos 30 o 40 años es que otros especialistas han podido aclarar todo esto, pero ha costado mucho hacerlo. Y Sorrentino fue una ayuda indispensable en eso.

El autor estadounidense Paul Auster (izquierda) recibe el Premio Príncipe de Asturias de Literatura 2006 de manos del Príncipe Felipe de España. Foto: Bernat Armangue /AP
El autor estadounidense Paul Auster (izquierda) recibe el Premio Príncipe de Asturias de Literatura 2006 de manos del Príncipe Felipe de España. Foto: Bernat Armangue /AP

En una biografía como esta, ¿puede haber algo de autobiografía?

He pensado mucho en ello. He pensado en las conexiones entre Crane y yo. Fui joven también, trabajé duro como escritor, la gente rechazó mi trabajo. También fui igual de obstinado y persistente que Crane. En esas cosas siento que puedo conectar profundamente con él. Pero hay otros aspectos que me son tan ajenos, que simplemente no puedo entenderlo. La forma en que despilfarró su dinero todo el tiempo, por ejemplo. Yo nunca lo hice. He sido tan pobre como él lo fue, pero nunca desperdicié el dinero de esa manera, siempre traté de cuidarlo lo más posible. Además, yo soy una persona mucho más sombría, mientras él fue temerario y osado. Una de las razones por las que fue así —no la única razón, pero sí una de las razones—, era que desde temprana edad supo que no iba a vivir demasiado. Crane entendió que su cuerpo se iba a descomponer, que sus pulmones no eran suficientemente fuertes, y que moriría. Esa sensación de tener tan poco tiempo restante lo hizo muy osado, y lo llevó a realizar cosas que la mayoría de personas ni soñaría con hacer. El ir a cubrir la guerra en Cuba en 1898, por ejemplo. Ese episodio fue lo que lo mató realmente. Enfermó tanto que nunca se recuperó del todo después. Supongo que una parte de él pensaba que iba a morir allí; una muerte rápida, con una bala. Y por eso se atrevía a pararse en terreno enemigo, como desafiando a los dioses a que lo mataran. Pero seguía sin morir, lo cual es increíble. El tipo caminaba en todo el frente de batalla, como si llevara un cartel de neón que dijera “dispárenme”. Y le disparaban, pero fallaban. Como dijo un reportero: estaba tan flaco, que quizá por eso las balas no le daban (risas).

Cuenta que Crane escribió un mal libro. Y lo hizo cuando trató de ser más comercial y vendedor. ¿Es ese un riesgo permanente para cualquier escritor? ¿Le ha pasado?

Bueno, en mis inicios, yo llevaba escribiendo ficción durante años, pero no publiqué nada porque no me sentía satisfecho. Hasta que llegó un momento, cuando tenía unos 30 años, que fui tan pero tan pobre que decidí escribir una novela policial. Lo hice en unos cuatro meses y la publiqué con un seudónimo. La única razón para hacerlo fue ganar dinero, fue un intento puramente comercial. Pero no gané mucho. Ahora que lo recuerdo, me imagino como alguien que intenta prostituirse, que anda por las calles, pero a quien nadie realmente quería comprar (risas). La única vez que traté de venderme, no pude hacer dinero. Quién sabe, si me hubiera ido bien con ese libro, tal vez hubiera escrito otro para ganar más dinero. Pero no lo sé. Todo es posible.

Hace un tiempo declaró que el Nobel carecía de significado para usted. ¿Sigue pensando lo mismo?

Lo que creo es que todos los grandes premios, no sólo el Nobel, no tienen mayor importancia. Lo bueno de los premios literarios es que cuando los ganas te hacen sentir bien. Y hacen sentir bien a tu familia, a tus lectores. Pero en el fondo no significan nada. Recuerda que hay mucha gente que ha ganado premios importantes y que ahora nadie recuerda sus nombres. También que hay escritores que no ganaron nunca ningún premio, pero siguen siendo leídos. Y también están los grandes escritores que han ganado grandes premios, pero su grandeza no responde a aquellos premios; si no los hubiesen ganado, seguirían siendo igual de grandes. Yo mismo he ganado algunos premios y siempre me ha alegrado ganarlos. ¿Por qué me apenaría? Pero, en general, no significan nada, no son importantes. Eso es lo que quise decir.

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